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Ellos también necesitan palabras de aliento

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Las maneras más apropiadas de decirle ciertas cosas a tus hijos.

EL SONIDO DE UN SILBATO PUSO FIN al partido de básquet en el gimnasio de Melbourne, Florida. Aunque el equipo de C. J. Givens, de 12 años, había perdido, su tía Melanie estaba eufórica. El chico había anotado los 24 puntos de su equipo. Cuando subió a las gradas y se reunió con su familia, le llovieron abrazos y felicitaciones: “¡Estuviste increíble!” “¡Qué manera de encestar!”

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De pronto su tía le dijo:
—Si ayudaras a tus compañeros a jugar como tú, ¡nadie les ganaría!
—¿Por qué dices eso? —repuso él a la defensiva—. ¡Jugué lo mejor que pude! ¿Qué fue lo que no hice bien?
Como acababa de llenarlo de elogios, a la tía le sorprendió su reacción.

“El mensaje que C. J. captó fue que no se había esforzado como debía”, explica la psicóloga infantil Vicki Panaccione, fundadora del Instituto Para una Mejor Paternidad, de Melbourne. “Su tía le dijo que era tan buen jugador que podía ser un maestro para sus compañeros. Un adulto lo habría entendido así, pero él entendió algo muy diferente debido a las palabras que ella usó”.

UN PADRE, O CUALQUIERA QUE INTERACTÚE a menudo con niños, sabe que no es fácil comunicarse con ellos de forma eficaz. En el caso de C. J., la explicación que en seguida le dio su tía lo tranquilizó. Pero ciertas palabras y frases comunes, por bien intencionadas que sean, pueden causar daño emocional y psicológico. El cerebro de un niño está en proceso de desarrollo, y no cabe esperar que procese palabras, contextos y matices (el sarcasmo, por ejemplo) como lo hace el cerebro de un adulto.

Si se quiere que los chicos lleguen a ser adultos emocionalmente sanos y maduros, es vital sustituir las palabras que dañan con otras que contribuyan a formar el carácter. Algunas cosas que los padres dicen a sus hijos parecen inofensivas e incluso constructivas, pero, según los expertos, lastiman más de lo que ayudan. He aquí siete de esas frases comunes, y maneras alternativas de transmitir mejor el mensaje.

Lo que el padre dice: “¡Eres lo máximo!”

Lo que el niño entiende: “Tu tarea en la vida es hacerme feliz”.

Es mejor decir: “Puedes sentirte orgulloso porque te has esforzado mucho”.

Durante años nos han dicho que reforzar la autoestima de los niños es esencial para que triunfen en la vida, pero hoy los expertos afirman que el exceso de alabanzas puede ser contraproducente. Los niños que dependen de los elogios y los esperan siempre pueden convertirse en adolescentes que busquen la misma aprobación de sus amigos cuando les ofrezcan alguna droga o les pidan hacer el amor en el asiento trasero del auto. Lo que una niña infiere cuando se le dice “Eres la más bonita de la clase”, o cuando se la alaba por los puntos que anotó en un juego pero no por el esfuerzo que hizo, es que se la quiere sólo cuando está muy linda, anota muchos puntos o hace algo extraordinario.
Cuando daba clases en la Universidad de Columbia, la psicóloga social Carol Dweck evaluó los efectos del elogio excesivo en 400 alumnos de quinto grado de primaria. Observó que los chicos a quienes se elogiaba por “esforzarse” obtenían mejores calificaciones y estaban más dispuestos a emprender tareas difíciles que aquellos a quienes se alababa por ser “inteligentes”.

“Alabar un atributo o una habilidad equivale a asegurar falsamente que se alcanzará el éxito sólo porque se tiene esa cualidad; además, sacarle mérito al esfuerzo de un chico puede infundirle miedo a los desafíos”, explica Dweck, hoy día en la Universidad Stanford. “El chico piensa que es mejor renunciar a una tarea antes que fracasar”.

Lo que el padre dice: “¡Cuida tu lenguaje!”

Lo que el niño entiende: “No sé en realidad qué intentas decir”.

Es mejor decir: “Me gusta que quieras hablar conmigo, pero voy a pedirte un favor. Esa palabra me parece soez, así que, en el futuro, no la digas”.

Aunque en estos días se oyen muchas palabrotas en la televisión y seguramente usted no quiere que sus hijos las repitan, Panaccione aconseja ser más tolerantes con la jerga juvenil durante una conversación. Es así como hablan los jóvenes de hoy; no es que intenten ser irrespetuosos. Si los padres se concentran más en las palabras que en la intención de la charla, el chico tiende a cerrarse, y la comunicación podría perderse para siempre. “Nadie desea que esto ocurra”, dice la experta. “Los padres deben considerar que tienen suerte si sus hijos se acercan a hablar con ellos”. Sólo recuerde que el momento de tocar el tema del lenguaje ofensivo es al final de la conversación.

Lo que el padre dice: “No tenemos dinero para eso”.

Lo que el niño entiende: “El dinero resuelve todo”.

Es mejor decir: “Qué lindos juguetes venden en este negocio, pero ya tenemos muchos en la casa y no vamos a llevar ninguno más”.

¿De veras cree que su hija necesita una muñeca o un videojuego más? Seguramente no. Pero si siempre le dice que la falta de dinero es la única razón por la que no puede tener algo, la hace pensar que el dinero es la fuente de todo lo bueno de la vida. Si a esto sumamos el bombardeo publicitario al que están expuestos los chicos, jamás aprenderán el significado del exceso ni el de la gratitud.

“Es deseable que los niños adquieran la noción de abundancia al cumplir los cinco años de edad, pero no en el sentido material, sino haciéndoles ver que lo que ya poseen les trae alegría”, señala Marcy Axness, especialista en desarrollo infantil.

Las finanzas son uno de los pocos temas que los padres no deberían sentirse obligados a discutir o explicar, sobre todo a niños pequeños, añade Axness. “Si a cada petición se responde con una lista de razones por las que el chico no puede tener tal cosa o ir a tal lugar, al final se saldrá con la suya”. No tenga miedo de decirle con firmeza a su hijo: “No, lo lamento. Olvídalo”.

¿Y si la que pide algo es una niña mayor que ya conoce el valor del dinero? Piensen juntos en un plan que les permita hacer la compra. El objeto deseado podría ser un premio por obtener mejores calificaciones, o un pago por ayudar más tiempo en los quehaceres domésticos. Hablar sobre el asunto importa más que lo que cada cual aporte para alcanzar la meta.

Lo que el padre dice: “No te preocupes. Así son las cosas. No pasa nada”.

Lo que el niño entiende: “¡No te pongas tan trágica!”

Es mejor decir: “Comprendo muy bien lo que debes de haber sentido. Cuéntame qué fue lo que pasó”.

Cuando una niña llega enojada a casa de la escuela porque sus amigas se burlaron de ella o porque no ganó una medalla en la competencia de natación, es natural que los padres minimicen su decepción y le ofrezcan consuelo. Los adultos saben que esos contratiempos no suelen ser graves.

“Pero los niños necesitan aprender a expresar sus sentimientos, no a reprimirlos”, dice Panaccione. “Si piensan que no deberían tener sentimientos o que éstos son malos, empezarán a guardárselos y no adoptarán estrategias sanas para lidiar con ellos”.

Por otra parte, hay que alentar a los chicos a hacer algo más que rumiar sus emociones negativas. Una pregunta como “¿Por qué crees que te pasó eso?”, o “¿Qué puedes hacer para remediar la situación?”, podría darles el impulso que necesitan para resolver sus problemas por sí mismos.

“Un padre ofrece más consuelo escuchando que hablando. Si muestra empatía con el estado de ánimo de su hijo, él siempre acudirá a usted y le abrirá su corazón”, dice Mel Levine, profesor de pediatría de la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill.

Lo que el padre dice: “No hables con desconocidos”.

Lo que el niño entiende: “Toda persona a quien no conozcas quiere hacerte daño”.

Es mejor decir: “No hables con personas que te hagan sentir incómodo. Te diré cómo identificarlas”.

Hoy los chicos necesitan hablar con desconocidos: en la caja de un supermercado, en el ómnibus, en el consultorio médico… En vez de prohibirles que lo hagan, hay que tener una conversación seria con ellos sobre los peligros reales.

En primer lugar, los padres necesitan asumir la realidad. Pese a las historias sensacionalistas de niños que son robados en las calles por desconocidos y jamás se los vuelve a ver, esos casos son muy raros. Lo que sí es cierto es que muchos chicos son agredidos por personas a quienes conocen bien, entre ellas algunas figuras de autoridad. Por eso es más sensato decirle al niño que desconfíe de cualquiera que lo haga sentir incómodo, lo conozca o no.

James Beasley, experto del FBI, advierte: “Los padres de niños que pasan mucho tiempo usando Internet deben pedirles no revelar datos personales, como apellidos, dirección o nombre de su escuela”. Y los chicos siempre deben informar a sus padres sobre los amigos que hagan en la Red, especialmente aquellos que les pregunten si están dispuestos a guardar un secreto.

Lo que el padre dice: “Comparte tus cosas”.

Lo que el niño entiende: “Regala tus cosas”.

Es mejor decir: “A Juan le gustaría jugar un rato con tu auto de carreras, pero sigue siendo tuyo y te lo devolverá”.

Probablemente usted no le daría las llaves de su auto a su vecino, pero eso es lo que le pide a su hijo cuando le dice que comparta un juguete. “Los niños pequeños no distinguen con claridad entre ellos y los objetos que poseen o valoran, como su osito o su trencito”, dice el psicólogo David Elkind, profesor en la Universidad Tufts, “así que lo que se les pide es que se desprendan de parte de sí mismos”.

En casos extremos, si se obliga a un niño a ceder una y otra vez sus pertenencias más preciadas, la separación se vuelve tan dolorosa que a la larga podría rehuir el trato afectivo con los demás, señala Elkind. Los niños no entienden el concepto de compartir hasta los ocho o nueve años de edad; entre tanto, conviene inculcarles un poco de generosidad. Una solución es escribir el nombre del niño en el juguete antes de sacárselo de las manos, para que sepa que no se lo está obligando a renunciar a él para siempre.

Lo que el padre dice: “¿Por qué (llegaste tarde, le pegaste a tu hermana, etc.)?”

Lo que el niño entiende: “Otra vez hiciste las cosas mal”.

Es mejor decir: “Supongo que llegaste tarde porque te estabas divirtiendo y no querías volver a casa, pero de todas maneras no estuvo bien”.

En opinión de los psicólogos, los padres hacen demasiadas preguntas. Algunas son órdenes disfrazadas (“¿No crees que deberías ponerte el impermeable para que no te mojes?”), cuya intención es que los padres no parezcan dictadores sino ayudantes benevolentes. También existen preguntas cuya respuesta ya conocen los padres (“Le pegó a su hermana porque le sacó su juguete favorito”) y cuyo fin es avergonzar al chico para que confiese.

Actuar de esta forma puede aliviar temporalmente un dolor de cabeza, pero a la larga crea un problema. Los padres deben hacerle ver al niño que se portó mal; así generan en él un sentimiento de culpa que le servirá de base para desarrollar una conciencia moral firme. Sin embargo, sentir demasiada vergüenza en los primeros años de vida puede inhibir el desarrollo del sentimiento de culpa. “Al crecer, los niños que jamás desarrollaron la capacidad de sentir lo que siente el otro pueden llegar a robar, mentir e incluso cometer delitos violentos”, dice Axness. Al niño le da seguridad creer que sus padres ven y saben todo. Es mejor decirle a su hijo que usted ya sabe lo que hizo (o que se lo imagina) y después explicarle por qué actuó mal. Si se equivoca, él lo corregirá de inmediato. Y ése puede ser el punto de partida de un diálogo productivo.

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