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La chica del domo

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Paola Fogolín cambió la comodidad de un departamento por una vivienda ecológica en el campo.

La chica que vive en la casa redonda tiene 33 años. Tres décadas, dos niños y un ex-marido con quien tiene buena relación. Habita su domo blanco desde que nacieron sus hijos Guido, de 7 años, y Salvador, de 4. Lo hace por convicción y dice tener compromiso con este modo de vida que eligió para cambiar. La decisión implicó soltar el automóvil, un buen trabajo y un departamento cómodo en San Isidro, en la zona norte del Gran Buenos Aires. Ahora vive en el campo, a unos 50 kilómetros de la Capital Federal, cerca de la localidad de Escobar en un paraje que se llama Loma Verde.

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Antes de cumplir los 30 se propuso diseñar una vida diferente para ella y sus hijos. El cambio implicó la construcción de su propia casa que no es cualquier casa. De hecho, ya saben, no es cuadrada, rectangular ni en forma de cubos: es redonda. Toda blanca, de relieves ondulados como un domo, y un panel solar que sobresale para calentar el agua. Una casa de dos plantas levantada alrededor de un tronco de ciprés que sostiene el techo y además es símbolo de los cimientos del proyecto.

“Vivir de un modo sustentable es incorporarnos a la naturaleza, ser parte de ella y respetarla”, dice Paola Fogolín mientras convida mates endulzados con miel. El domo está suspendido sobre ocho columnas que le dan fortaleza ante la posibilidad de fuertes tormentas y a la vez permite el paso de una corriente de aire constante, aísla la estructura del piso e impide la excesiva humedad en el interior. Las maquetas y el diseño final les pertenecen a ella y al papá de sus hijos. Los materiales nobles, o la puerta que reutilizaron para la construcción fueron engarzados por ellos con paciencia, prueba y error.

Les llevó un tiempo pero Paola cuenta ahora que el primer día con la casa lista ninguno de los dos pudo dormir: “Es muy fuerte hacerse la casa, saberla esperar, y tomar la decisión de elegir por fuera de lo establecido”. Es una vivienda pensada para el autoabastecimiento familiar. El agua de las cañerías termina en la huerta tras ser filtrada en un sistema de bañados caracterizados por una mata de juncos que quita las impurezas y la hace apta para regar los cultivos.

Paola amasa su pan, cocina verduras y trata de que sus hijos consuman menos azúcares y sal. El cambio también implica variar los hábitos alimentarios. “Preparar la comida en casa implica elegir y probar la materia prima, lleva más tiempo y es una tarea diaria. Al utilizar productos frescos, sin conservantes, toda la comida dura menos tiempo, pero para mí la buena alimentación es una prioridad.” En frente de la casa hay un tambo que les provee la leche, el queso y Oscar, que pasa con el sulky, les deja los huevos frescos. La miel también es de la zona.

“Solté todo porque vivía en un mundo donde sentía que nada era verdaderamente mío y que tenía que comprar confort y bienestar todo el tiempo. Sin embargo, nunca reniego del pasado: creo que las personas llegamos al lugar que elegimos por todo lo que vivimos antes, sin esa experiencia sería imposible.”

El cuidado de la energía que se consume va de la mano de otra elección decisiva: el acceso al contenido de los entretenimientos para los chicos. La televisión se enciende sólo para mirar películas, series o algún deporte, y la computadora cuenta con un dispositivo para programar las horas que Guido y Salvador pasarán frente al monitor. Los chicos se recrean armando una nave en los árboles, jugando con los perros o metidos en el pastizal lindero o simulando que conquistan la selva y sus misterios. Pero no están aislados, Paola no reniega de la sociedad en la que vive. “Nos vemos mucho entre vecinos, los chicos intercambian con compañeritos de la escuela y visitan a sus abuelos.”

Todos los sábados Paola concurre al mercado orgánico que funciona en la estación de trenes de San Fernando. Diferentes vendedores se agrupan frente a las vías y bajo el cobertizo del ferrocarril o la sombra de los árboles para ofrecer sus productos. Paola es uno de ellos. Comercializa detergentes para lavar vajilla o ropa, biodegradables. El producto es de origen vegetal, proviene del coco, la palma o el maíz. Para completar el círculo sustentable lo envasa reutilizando botellas de gaseosas que recoge de las estaciones de servicio, en la escuela donde van sus hijos o de las bolsas repletas que le acercan los vecinos.

Pudo empezar gracias a un crédito que le dio un banco social llamado Ionkos. La entidad se caracteriza por alentar proyectos sustentables, a escala y que agreguen valor social. Armó el suyo, llenó formularios y esperó lo que hizo falta para recibir la financiación. De este modo completó el círculo que le permite criar a sus hijos como siempre deseó. Volvió a tener casa, trabajo y auto. Una casa redonda asentada entre los árboles, un trabajo sin la presión de tener que producir más y más inacabadamente y un auto de un modelo anterior al que tenía cuando era visitadora médica, pero que no le impide en absoluto cumplir con sus nuevos propósitos.

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