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Los suntuosos banquetes de los nobles medievales

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Trompetas, sirvientes, bandejas colmadas de piezas de caza y exquisitos postres.

 

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Una fanfarria de bronces precedía la entrada de un ejército de sirvientes en la Gran Sala del castillo de Leicester, en Inglaterra. Cada uno de ellos llevaba una enorme bandeja de madera o de plata, rebosantes de comida. La primera bandeja llevaba una cabeza de jabalí, cuyos colmillos estaban decorados con flores, seguida de otras con cisnes, faisanes y capones. A continuación venía un esturión en salsa. A los 120 invitados se les hacía la boca agua con el olor de la garza asada, el pavo real, la grulla y la perdiz. Como de costumbre, Eleanor de Montfort, condesa de Leicester y hermana de Enrique III, no había reparado en gastos; sus banquetes mensuales eran representativos del estilo de vida de las clases pudientes en el siglo XIII. Con frecuencia estos festines eran amenizados por malabaristas y animadores para entretener a los comensales mientras esperaban el siguiente plato. Los tres primeros solían ser carnes de caza y pescado, y se servían acompañados de exquisiteces tales como huevos de ave con gelatina, o manjar blanco compuesto de pechugas de pollo con almendras y arroz. Un acompañamiento habitual eran las habas cocidas en leche con azafrán. El cuarto plato se componía de fruta fresca, frutos secos y dulces. Un gigantesco flan con dátiles en un molde dorado solía ser el postre principal, pero a veces era superado por algún plato sorpresa: podía tratarse de un cisne erguido con una corona dorada, o una escultura del anfitrión, hecha de cera y azúcar. La condesa y sus principales invitados se sentaban a la mesa más alta, que lucía un mantel de lino inmaculado con servilletas, cuchillos y cucharas. Estos suntuosos banquetes de la Inglaterra medieval sirvieron de modelo, tanto en el aspecto culinario como en la presentación, a todos los festines posteriores, en especial a los presididos por el mayor comensal del reino, Enrique VIII. El monarca Tudor no reparaba en los peligros del exceso de comida hasta que, hinchado y jadeante, se dejaba caer en su lecho especialmente reforzado. Pero incluso la glotonería de Enrique VIII fue puesta a prueba durante un banquete celebrado en Hampton Court, su palacio de las afueras de Londres, el día de Año Nuevo de 1541.

Manjares para una unión real

 

Para conmemorar su matrimonio con Catherine Howard, la quinta de sus seis mujeres, el soberano ordenó a los cocineros y sirvientes que preparasen un banquete compuesto de 60 platos diferentes. Hubo desde sabrosos aperitivos como el paté de hígado con nuez moscada, hasta primeros platos: pescado guisado en salsa de vino, pasas y especias y relleno de espinacas, acompañamientos con albóndigas rebozadas en pasta de cerveza y luego fritas, y finalmente exquisitos postres como el de agua de rosas y crema cubierta con clara de huevo y adornada con ramos de hojas. Los excesos cometidos en estos banquetes tuvieron consecuencias nefastas para la salud de Enrique VIII. El rey medía casi 2 m de alto y 137 cm de cintura. Además de ser exageradamente grueso, tenía úlceras y trombosis en las piernas. Por recomendación de su médico, intentaba comer y beber menos, pero la tentación de la comida sabrosa era más fuerte que él.

A cada uno según su rango

 

Ningún banquete, fuese o no real, podía comenzar sin que los catadores oficiales hubiesen probado todos y cada uno de los platos para asegurarse de que no estaban envenenados. La mesa más alta se servía primero y luego se iba pasando cada plato a los otros invitados según su rango. A los que estaban ubicados en las mesas más bajas les llegaban viandas más modestas, como por ejemplo morcillas o estofado de ciervo con arvejas. En algunos banquetes se condimentaban estas con vinagre, miel, perejil, salvia, cebolla e hinojo. La comida se regaba con grandes cantidades de alcohol, habitualmente rebajado con agua. La nobleza bebía buen vino de Burdeos; otros tomaban cerveza suave. La comida se servía sobre gruesas rodajas de pan rancio con huecos en el medio para absorber el jugo; estas rodajas no se comían, sino que se reunían para dárselas a los pobres después de la comida.

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