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Recuerdo a Groucho

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Groucho Marx era el Voltaire del vodevil; un mago de la locura de la lógica. Sus delirios calculados expresaban lo que el resto de nosotros no teníamos el ingenio, y mucho menos la audacia, de decir. 

Sonó el teléfono y una voz dijo: “¿Tengo el honor de hablar con el mundialmente famoso proctólogo Marmaduke Montague?”.
Rosten: “Tiene el número equivocado”.
Voz: “¿Y por qué contestó? Durante años he llamado a este número y he hablado con el Profesor Marmaduke Montague. ¿Qué hizo con su cuerpo? ¡Voy a llamar a la policía! Y cómo los llame no es asunto suyo. ¿Qué número es este?”
Rosten: “Crestview 9-29 –”.
Voz: “¡Ajá! ¡Entonces lo admite! Bueno, si fuera todo un hombre, vendría aquí y me partiría los dientes”.
Rosten: “Eh…”
Voz: “Si fuera medio hombre, me partiría la mitad de los dientes”.
Rosten: “¿Quién…”
Voz: “Y si fuera una mujer, bailaríamos toda la noche en un frenesí…”
Transcurrieron varios minutos hasta que logré que Groucho Marx bajara de ese plano demencial en el que le encantaba habitar. Entonces me reveló la razón de su llamada. “¿Estás libre para almorzar? Está bien. En The Derby. Doce y media. Llevaré una rosa entre los dientes”.
En los 10 años que pasé realizando películas en Hollywood, fui víctima de una decena de llamadas maníacas como esa. No resultaban fáciles de detectar, ya que ocurrían a toda hora, con distintas voces hábilmente recreadas, desde un alegre falsete a un ominoso barítono, y acentos genialmente simulados, desde un dulce acento provinciano a una marcada tonada escocesa.
Sobre todo, cada llamada comenzaba con un saludo totalmente convincente:
“Hola. Me llamo Iphigene Wimbledon. ¿Hablo con Leo Rosten?”
O, “Aló. Le habla Monsieur Pierre du Jouvert, directeur extraordinaire de Eiffel Tours…”
O, “Soy Floyd Hollister, del estudio de abogados Sloat, Bankhead y Dooley, designado por el Tribunal Sucesorio del Distrito Sur del Estado de California como albaceas de la sucesión de Elmo P. Rosten, el empresario de petróleo y gas de Waco, Texas”.
Una vez que me había embaucado, el Maestro seguía haciendo de las suyas. Iphigene Wimbledon se ofreció a vender a mi hijo (“Con un chico como ese podría ganar de diez a doce mil en el mercado actual”). Pierre Jouvert me leyó una oda pornográfica a las catacumbas (“Puede obtener el juego completo, cosido con tejido de oruga, por tan solo…”). Y el supuesto Floyd Hollister estaba intentando ubicar a los parientes de Elmo Rosten, en especial a la Hermana Teresa Ginsberg (“…quienes dejarán su colección de mezuzás de Jordania a los Reyes de Malta y Chocolate”).
En cualquier momento, podía ser denunciado por albergar a un tratante de blancas, engañado por la Liga de Lucha contra la Supuración de las Axilas, e instado a pavimentar el césped del frente de mi casa a un precio bajo especial, de oferta hasta la medianoche. Un dentista me rogó que le permitiera colocarle a mi madre premolares de acero inoxidable totalmente gratis (“Es la única forma que tengo para hacerme un nombre en la industria odontológica”). Y un representante del departamento de bomberos me advirtió seriamente que no rociara mi habitación con un agente fulminante en espuma “que en verdad es un enjuague bucal” cuando “una capa gruesa de nuestra crema de leche hará el trabajo a mitad del costo”.
A propósito, durante nuestro almuerzo no hubo ninguna muestra de delirio absoluto. Marx habló con inteligencia y elocuencia sobre Harry Truman, Ernest Hemingway y Joe DiMaggio, a cada uno de los cuales admiraba enormemente. 

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Burla

Él era el Voltaire del vodevil. Él inventó la comedia del insulto esquizofrénico. Sus ofensas continúan siendo únicas porque eran tan desconcertantes. Un turista borracho una vez rodeó a Marx con el brazo y le dijo con una risotada: “Groucho, sinvergüenza, apuesto a que no me recuerdas”. Marx lo miró con odio. “Señor, nunca olvido un rostro. Pero en su caso, con gusto haré una excepción”.
El delirio desmedido de Groucho, ayudado por su voz áspera, esa mancha negra en lugar del bigote, ese lascivo andar, esas movedizas cejas, su ojo bizco, esa mirada de desprecio ácido… en ello radicaba su pose de amarga insolencia. Sus delirios calculados expresaban lo que el resto de nosotros simplemente no teníamos el ingenio, y mucho menos la audacia, de decir.
Al salir del estreno de una película de Doris Day, en la que esa muchacha inocente, de imagen sana y representante del ideal estadounidense pasaba una hora y media resistiendo los avances de Cary Grant, alguien le preguntó a Groucho: “¿Conoce a Doris Day?”
Mordaz, él respondió: “¡Caray! La conozco desde antes de que fuera virgen”.
No solo admirábamos su extraordinario descaro, sino también sus embates despreocupados a las inevitables banalidades de la conversación o la etiqueta. Una vez, en la puerta de su casa después de la cena, me detuve para decirle: “Me gustaría despedirme de su esposa”. Y Groucho replicó: “No es el único”
Groucho perfeccionó la lógica de la locura. Y también se burló de la locura de la lógica. Piensen en su renuncia a un determinado club: “No quiero pertenecer a la clase de club que acepte como miembro a alguien como yo”.
Una brillante variación de la paralógica de Groucho ocurrió un día mientras conducía cerca del océano con un amigo. Divisó una hilera de bonitas cabañas en un club de playa.
“Ese sería un buen club para mi familia y yo”, dijo Groucho.
“Uh, olvídalo, Grouch. No aceptan judíos”.
A lo que Groucho, cuya esposa no era judía, respondió: “¿Crees que dejarían que mi hijo se meta al agua solo hasta las rodillas?”.
Odiaba los lugares comunes, en especial aquellos que se veían en la falsa amistad de la correspondencia de negocios.
Tras abrir una cuenta bancaria, recibió una carta modelo del gerente que terminaba con: “Si puedo serle de servicio, no dude en llamarme”. Y Marx no lo dudó:
Estimado señor: Lo mejor que puede hacer para serme de servicio es robar dinero de la cuenta de alguno de sus clientes más ricos y acreditarlo en la mía. 

Un lado más profundo

Groucho era más pequeño de lo que parecía en el cine o la televisión, delgado y amable. Hablaba suavemente y tenía una sonrisa nostálgica. Nunca lo escuché reírse a carcajadas, nunca, ni siquiera con chistes o comediantes que disfrutaba. Su expresión natural tenía un halo de tristeza, pero en público se ponía la máscara del sarcasmo. Ocultaba sus emociones. Ni siquiera sus esposas e hijos eran sus confidentes. En verdad, era un hombre melancólico, con frecuencia depresivo, como ocurre con muchos comediantes.
Marx era un lector voraz y estaba particularmente orgulloso de que James Joyce hubiera usado “Groucho” como verbo en Finnegans Wake. En el fondo de su alma, él deseaba haber sido escritor. Adoraba las canciones de Gilbert y Sullivan, y las cantaba todo el tiempo, con esa voz nasal y estridente suya, que de por sí era una parodia, acompañándose con una guitarra.
Estaba muy involucrado en la política y se sintió halagado cuando supo que una noche durante la Segunda Guerra Mundial Winston Churchill recibió un llamado en el Número 10 de Downing Street por un boletín del Departamento de Guerra y ese gran hombre rezongó: “¡No me interrumpan! ¡Estoy viendo una película de los Hermanos Marx!” 

Diversión fraternal

Los Hermanos Marx eran hermanos en la vida real, que alcanzaron la fama en el vodevil y en Broadway en la década de 1920 con su comedia hilarante, desenfrenada y original.
En el escenario, los cuatro Hermanos Marx (Groucho, Chico, Harpo y Zeppo) no seguían los guiones y les encantaba interponer improvisaciones desconcertantes. Una vez, Groucho estaba en medio de una escena romántica simulada con Margaret Dumont, una grande dame de semblante altivo y un busto formidable. Zeppo improvisó desde los bastidores: “¡Llegó el basurero!”
Todavía de rodillas, Groucho respondió: “Dile que no queremos nada”.
En otra parodia (en la que Groucho interpretaba a Napoleón), los hermanos que estaban tras bastidores interrumpieron la escena al tocar los primeros acordes de La Marsellesa en trompeta. Luego Zeppo gritó: “Señor, nuestro himno nacional: ¡La Mayonesa!”.
Groucho se dirigió al público y dijo: “El ejército debe ser el aderezo”.
En You Bet Your Life, su programa de radio y televisión, Groucho creó un tipo de presentador nunca antes (o desde entonces) visto. Una noche yo me encontraba tras bastidores y uno de los concursantes del programa resultó ser de una zona rural. Digamos que el hombre se llamaba Floyd. Groucho le preguntó cómo había conocido a su esposa.
Floyd: “Bueno, soy camionero…”
Groucho: “¿La atropelló?”
Floyd: “No. Ella estaba en el granero”.
Groucho: “¿Chocó su camión contra un granero?”
Floyd: “¡No, no! A su familia le faltaban unas gallinas”.
Groucho: “¿Extrañaban a las gallinas?”
Floyd: “No, se las habían robado… entonces encendieron una luz en el corral, y yo iba manejando para ir a buscar unos pavos, y el padre
me grita: ‘Los pavos están en el granero…’”.
Groucho: “¿Y se casó con un pavo?”
Floyd: “¡No! Al llegar al granero, un zorrillo comienza a correr hacia el gallinero, y una chica grita: ‘¡Atrapa a ese zorrillo!’ Así que salté sobre el zorrillo y ella también cayó sobre él… y ambos apestábamos…”.
Groucho: “Es la historia más romántica que he escuchado”.

Su correspondencia

Su correspondencia conmigo a lo largo de los años estaba salpicada con salidas cómicas:
“El hogar es donde colgamos la cabeza ”.
“Escribirme contigo es como mantener correspondencia con un doloroso vacío”.
Una vez se ofreció a escribir un comentario para uno de mis libros: “Desde el momento en que tomé este libro hasta el momento en que lo dejé, no pude parar de reírme. Algún día espero leerlo”.
Sin embargo, de todas sus observaciones, la que más admiré es esta:
Estimado Junior:
Discúlpame por no haber respondido tu carta antes. Estuve evitando responder tantas cartas últimamente, que no encontraba el tiempo para no responder la tuya.
El hombre tenía la necesidad de punzar el decoro con sátira. Durante la Segunda Guerra Mundial, Marx se encontraba en un campo de entrenamiento del ejército para entretener a los soldados, cuando sonó el teléfono en el cuartel del comandante general. Groucho atendió y, como jamás podía decir un simple “Hola” o incluso “Cuartel”, mi héroe canturreó: “Segunda Guerra Mundia-al”. 
Fiel a sí mismo
Sobre todo, él odiaba la pretensión. Groucho, que no toleraba el ocultismo, fue convencido una vez de participar de una sesión de espiritismo. Se sentó, en silencio y mostrando respeto, mientras el swami observaba una bola de cristal, invocaba a los espíritus del más allá y respondía preguntas de sus invitados con una voz monótona y estremecedora. Tras un lapso prolongado de omnisciencia, el brujo recitó: “Mi médium… se está cansando… Tenemos tiempo para…. una pregunta más”.
Groucho le preguntó: “¿Cuál es la capital de Dakota del Norte?”

Adiós, Groucho

Sus últimos años se vieron coronados por una popularidad renovada, pero oscurecidos por las muertes de sus hermanos y amigos. Además, Groucho padeció una serie de afecciones que afectaron tanto su memoria como su habla. Creo que su muerte en 1977, a los 86 años, lo liberó de la angustia de la insuficiencia.
Y ahora siento una repentina tristeza al darme cuenta de que mis oídos no volverán a ser atacados por esa voz estridente y optimista, arengando sus eternos juegos de palabras. ¿Está de acuerdo con que la CIA le envíe caramelos ilegales a Castro?

Publicada originalmente en febrero de 1983.

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