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Vegetariana sin extremos

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Alejandra se hizo vegetariana como última alternativa para solucionar sus malestares gástricos. El resultado fue mágico y esos dolores quedaron en el olvido.
Hoy comparte su aprendizaje y sus hábitos saludables con su familia y contigo. 

No era la primera vez que Alejandra Fernández, de 18 años, llegaba a la guardia de la sala de urgencias del sanatorio Mitre, en el barrio porteño de Balvanera, por sus fuertes dolores de estómago. Era algo común para ella. Desde niña sufría cada tanto de malestares como constipación, problemas de digestión, vómitos, intolerancia a algunos alimentos, entre otros. Sus padres la llevaban al médico cada vez que aparecían estos síntomas, pero ningún profesional había dado en la tecla con un diagnóstico preciso. “Me dijeron que tenía el intestino corto, que no digería bien la comida, y muchas otras cosas más, pero nadie lograba encontrar una razón para mi problema”, recuerda ella.

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Lo cierto es que pese a que había aprendido a vivir con este padecimiento, no le era fácil. Siempre tenía que estar pendiente de sus malestares. “Una vez, cuando tenía siete años estaba de vacaciones en Villa Gesell con mis padres y empecé con vómitos y dolores estomacales y luego de un par de días terminé en el hospital pensando que era una apendicitis. Otras veces faltaba a la escuela o a los cumpleaños; tuve que resignarme a que cuando aparecía el dolor se convirtiera en algo normal”.

Aquella vez en el hospital, en noviembre de 1993, el dolor se había vuelto más insoportable que nunca y ni los analgésicos que solía tomar ni las horas de ayuno lograban apaciguarlo. Era un dolor punzante en el costado derecho de la panza. “Me doblegaban las puntadas, otra vez el fantasma de la apendicitis. Estaba deshidratada porque no había comido nada, solo había tomado líquido, ya que hacía varios días que no estaba bien”, dice Alejandra. Luego de una larga espera en la sala de guardia, le realizaron una ecografía del estómago y no encontraron nada anormal. “Si el dolor no cesa en un día, volvé que te hacemos nuevos estudios”, le dijo la médica mientras le suministraba un antiespasmódico endovenoso.

El dolor pasó al cabo de unos días, pero Alejandra sentía que algo tenía que hacer para solucionar de raíz este problema, que ni los profesionales lograban resolver.

Al término del secundario, la joven se había ido de vacaciones con sus amigas, entre ellas había un par que eran aspirantes a nutricionista. “Hablamos mucho del tema de la alimentación durante las vacaciones. Mi problema había repercutido en el grupo”, comenta. Esas charlas habían calado hondo en la mente de Alejandra. Y así, de un día para el otro, tomó una determinación arriesgada: dejó de comer carne vacuna. Después de tantos años de tratamientos y visitas infructuosas al médico, decidió comenzar a realizar cambios drásticos en su dieta. Claro que no solo suprimió la carne, sino que incorporó más verduras, frutas, cereales y legumbres, y más cantidad de agua. “Intenté probar por ese lado, no es que alguien me lo aconsejó, fue una decisión personal. Algún que otro médico me lo insinuó”, explica. No fue fácil teniendo en cuenta que sus padres y sus dos hermanos varones eran adoradores del asado. “Les resultaba raro aceptar que dejara de consumir carne. Mi madre, médica, me propuso que al menos comiera pollo, que podía ser mejor tolerado por mi organismo, para no perder los nutrientes que aporta la carne”. A pesar de que padres se opusieron, Alejandra ya estaba decidida y nada le torció el brazo.

Fue quizá la decisión más importante de su vida. Lo cierto es que esa determinación dio sus frutos: Alejandra nunca más volvió a la guardia de un hospital por malestares estomacales, nunca más experimentó ese dolor punzante que la persiguió durante toda su niñez y adolescencia. Llamativamente una simple decisión resultó más poderosa que tantas visitas a médicos, a salas de guardia, que tantos estudios que no arrojaban un diagnóstico certero.

Camino a una alimentación saludable

Lo primero que Alejandra hizo fue comer más pausado, incrementar el consumo de líquidos (principalmente de agua), reducir a cero el consumo de carnes rojas y volcarse a las verduras y frutas.

Sin embargo, los comienzos no fueron simples. “Comía milanesas de soja, calabazas y zanahorias todo el tiempo, ya estaba naranja de comer siempre lo mismo y, en muchas ocasiones, me quedaba con hambre”, comenta Alejandra sobre aquellos primeros pasos inexpertos. Las opciones que encontraba la joven eran limitadas, pero poco a poco fue descubriendo nuevos alimentos y diversas maneras de prepararlos. Empezó a incorporar nuevas verduras como el brócoli y la coliflor, y le pidió a su madre —aún vivía con ella— que le cocinara más opciones vegetarianas. Así se benefició toda la familia Fernández: “Comíamos más ensaladas, tartas, zapallitos rellenos; el hecho de que yo no comiera carne generó una dieta más variada para todos”

Al mundo de verduras y frutas, Alejandra le agregó cereales, legumbres, semillas, frutos secos, nuevos condimentos. “Me hice fanática del arroz integral y descubrí nuevos sabores. Antes no me gustaba ni la palta ni la berenjena, pero luego de probarlas varias veces, las redescubrí”, recuerda.

Lo sorprendente fue que el dolor de estómago y los malestares desaparecieron. “Empecé a regularizar el intestino, me sentía más liviana. Tenía más energía, mejor ánimo, estaba como menos pesada. Noté cambios en mi piel, estaba más suave y limpia”.

Ante los chequeos periódicos que Alejandra se comprometió a realizar, los médicos solían mostrar algo de desconfianza al saber que ella no estaba comiendo carne vacuna y la alertaban sobre ciertos niveles de anemia que observaban en sus exámenes de sangre. “Pero supongo que se debía solo a una cuestión de principios, los análisis siempre me dieron dentro de los parámetros normales. De hecho, con el tiempo omití decir que era vegetariana para no condicionar la opinión del profesional. Lo cierto es que hace tres meses me realicé un examen y resultó perfecto”, cuenta Alejandra.

La ausencia prolongada de aquellos malestares y su nuevo modo de alimentación llevaron a la joven a reafirmar que ese era el camino correcto para solucionar sus problemas de salud. Sabía, entonces, que con la información correcta contaba con más herramientas con las cuales armar su dieta. “Supe que muchos alimentos tienen algo de carne, como las golosinas y galletitas con grasa animal, por ejemplo. Traté de ser más estricta con la dieta, no por una cuestión de fanatismo, sino porque me hacía bien. Incluso mi familia tomó más conciencia de mi decisión”, recuerda Alejandra.

Unos tres años después, Alejandra participó de unas charlas sobre alimentación biológica (consumo de productos libres de químicos y procesados sin aditivos) que significaron la puerta de salida del consumo de cualquier tipo de carne (hasta el momento solo había suprimido la vacuna). Casi sin proponérselo, Alejandra se había convertido en vegetariana.

No tan cómoda

Desde los ojos desde los vegetarianos el mundo se ve, por momentos, un poco hostil. Es que no está diseñado ni preparado ciento por ciento para ellos. Son justamente ellos quienes deben adaptarse y encontrarle la vuelta para hacerse lugar en un planeta carnívoro. Alejandra pudo adaptarse, aunque le llevó tiempo.

“Se volvía medio complicado comer en un restaurante porque a veces los mozos no saben exactamente cuáles son los ingredientes de un plato. Una vez, en el menú decía: ‘Ravioles caseros de verdura’ y apenas los probé me di cuenta de que tenían pollo. No eran caseros ni de verdura. Es una falta de respeto que no se aclare en el menú”, explica indignada. Y suma otra experiencia durante un viaje a Santiago del Estero en marzo de este año: “El restaurante en el que estábamos no ofrecía ninguna opción vegetariana. Me morí de hambre porque lo único que pude improvisar fue ensalada verde, lentejas y pan. Asimismo, recuerdo que dentro de un complejo de termas, las únicas opciones para comer eran empanadas de carne, de pollo y de jamón y queso e incluso a los tamales (plato del norte argentino por excelencia a base de harina de maíz blanco, pasas de uva, comino, cebolla, pimentón, ají y huevo duro) le ponían carne”.

Los viajes en avión son otro capítulo: “A veces prefiero elegir un menú de pastas porque si decís que sos vegetariano, te dan una ensalada y te quedas con hambre”.

Tampoco los asados entre amigos son algo demasiado fácil para los vegetarianos. “Trato de que el anfitrión ase papas, batatas o morrones, a los que les podés agregar un huevo y queso, o llevo una ensalada de palta, tomate y espinaca. Tampoco se trata de vivir a lechuga y tomate… ¡Ni sin asados!, me gusta la vida social”, cuenta.

Claro que a veces se queda con ganas. “Cuando te invitan a un cumpleaños y se olvidan de incluir alguna opción vegetariana, no digo nada, simplemente como maní y snacks”.

Dentro del hogar, también hay que adaptarse, nada que no pueda resolverse con creatividad. “En casa, aunque a mi marido y a mi hijo les gusta la carne, compartimos muchos platos vegetarianos, como pastas, tartas, palta en todas sus formas. Ayuda a que tanto mi marido como mi hijo consuman más verduras y frutas, y aunque ninguno siga mi camino completamente, les aporta más salud y buenos hábitos”, agrega.

Por otra parte, Alejandra derriba el mito de que por ser vegetariana gasta más dinero en alimentos. “Si uno sabe comprar, se gasta lo mismo. Las tiendas dietéticas son de los lugares que más visito. De ahí llevo todo directo a la alacena de mi cocina: semillas de lino, de girasol, de sésamo, de chía, almendras, nueces, pasas de uva y mix con cereales, que tienen mucha vitamina”, explica.

Experiencias y reaprendizaje

Para llegar a la sabiduría vegetariana de hoy Alejandra, de 39 años, debió atravesar situaciones llenas de dudas y miedos. Uno de los momentos de mayor incertidumbre fue la búsqueda de un hijo, cuando tenía 36 años.

Sabía que a algunas amigas los médicos les habían destacado la importancia de la carne en la dieta y en ese momento se preocupó. En pareja desde hacía un año con León, de 41 años, el desafío de agrandar la familia incluía nuevos aprendizajes que competían con los miedos. Temía por la falta de algún nutriente útil para el bebé y se preocupó por ingerir más calcio y hierro. Por eso empezó a comer más yogur, más lácteos en general, lentejas y verduras verdes.

“Cuando quedé embarazada de Felipe (quien hoy tiene dos años) tenía miedo que me obligaran a comer carne. Me acuerdo que le dije, muy temerosa, a la médica que era vegetariana y por suerte me entendió. Me recetó un suplemento de hierro para que tomase durante la gestación del bebé, pero la verdad es que lo tomé muy poco porque me caía mal; me provocaba náuseas y me daba asco. Traté de combinar los alimentos para que me aportaran más hierro como lentejas con arroz integral y jugo de naranja en la misma comida, ya que es una perfecta combinación para que el organismo absorba mejor este nutriente. Los análisis dieron bien, y los del bebé también”, cuenta Alejandra.

Los comienzos no fueron simples: “Comía milanesas de soja, calabaza y zanahoria todo el tiempo; ya estaba naranja de comer siempre lo mismo”. Hoy, la obsesión de aquella primera etapa dio lugar a la experiencia y a la alimentación consciente.

 Al día de hoy, ya pasaron veintiún años y la obsesión de la primera etapa dio lugar a la experiencia y a la alimentación consciente. “Antes, me decían que comiera un pedacito de carne, yo cedía y por dentro me repetía que me iba a caer mal. Hoy día aunque coma algo que sé que está hecho en la misma cacerola que la carne no me afecta tanto. Cuando era más fanática tenía el paladar súper sensible y reconocía si la grasa del alimento era animal o vegetal. Incluso estudiaba los paquetes de galletitas y de golosinas para saber el tipo de grasa”, dice la experta.

Lejos quedaron las milanesas de soja, los kilos de calabaza y de zanahoria. Hoy Alejandra sumó a su menú cotidiano el guiso de lentejas, los panaché de verdura (brócoli, zapallitos, hongos) con arroz integral y las omelettes con queso, entre otras delicias caseras. Además reconoce que el condimento es parte fundamental de un plato vegetariano porque le aporta un sabor más sabroso y rico, destaca la importancia de las frutas, como el kiwi y las de estación, y comparte parte de sus hábitos saludables. “Siempre tengo semillas en la alacena, que las comés sin darte cuenta en un panaché o en una ensalada. Por otra parte, el arroz yamaní aporta más fibras que el integral y sirve para ir alternándolos e incluso agregarles un toque especial como queso o huevo, que aportan proteínas. Las frutas secas, las frutas en general y los cereales también son indispensables para compensar el hierro. Aprendí que la palta y el brócoli son algunos de los alimentos más completos y que las verduras sin cocción son aún más saludables, por eso a veces como choclo en granos y rallo el zapallito crudo para incluirlo en ensaladas”, enseña Alejandra, y confiesa: “Mi manjar preferido brócoli con crema”.

Un problema de salud irresuelto durante años y una simple decisión fueron los peldaños que llevaron a Alejandra hacia un bienestar físico y a una mejor calidad de vida. “Creo que cada persona tiene su alimentación y yo estoy feliz con la mía porque me funciona mucho mejor el cuerpo. Así me siento bien”.

Esta sección de la serie Sabor de Casa se llama «Mi experiencia»

Personas reales superaron circunstancias especiales donde su salud se vio directamente afectada o mejorada por su alimentación: aquí nos explican cómo hicieron para salir de una situación extrema, revirtieron su realidad y la transformaron en algo positivo: cómo bajé de peso, cultivo mi propia huerta, sustituí lo que ya nunca podré comer (celiaquía, divertículos, etc.), cambié los hábitos de mi familia, y mucho más.

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