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Un día en la vida de las células grasas que habitan tu cuerpo

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Descubrí cómo es la vida de una célula grasa dentro de tu organismo.

Estoy hinchada, pero quiero más comida… ¡y la tendré! Ya no recuerdo la última vez que pasé hambre. Es lo mejor de ser lo que soy…

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Son las 10 de la mañana y “el cuerpo” está sentado en su oficina, revisando sus e-mails. Yo estoy acomodada junto a su hígado, absorbiendo los restos de su desayuno: una factura con dulce de leche que compró en una panadería, acompañada con agua vitaminada. La factura y yo somos viejas amigas (me regaló 400 calorías, ¡toda una comida!), pero, ¿y el agua vitaminada? Se supone que es una bebida energética enriquecida, una fuente de nutrientes. ¡Ja! Es sólo azúcar embotellada, y me encanta. Se cuela por el aparato digestivo y aterriza en el hígado, que traslada la fructosa, en forma de grasa, directamente hacia mí. ¡Qué festín!

Esta época es grandiosa para mí y mis hermanas. Después de milenios de tener que renunciar a nuestras reservas cada vez que los músculos y los nervios lo pedían, estamos tomando el control. No tiene que creerme; puede verlo en las calles todos los días: miles de personas obesas o con sobrepeso. Al cuerpo le preocupa esto. Ayer se enojó con un colega porque le dijo que los costos de atención médica de la gente obesa son, al menos, 25 por ciento más altos que los de la gente con peso saludable.

¿Y las enfermedades cardiovasculares? ¿Y la diabetes tipo 2? ¿Y el cáncer? Eso a mí no me importa. Yo me doy la gran vida.

El cuerpo siente hambre otra vez a las 11. No es mi culpa. El desayuno debería haberle aportado un montón de calorías para trabajar; es culpa suya no recordarlo. Mi tarea es almacenar la grasa y luego enviar la señal hormonal llamada leptina al cerebro, para que sepa que tiene que suprimir el hambre del cuerpo. Y eso hago. El sistema antes funcionaba a la perfección, pero ahora yo envío leptina a chorros y el cerebro no responde. Pero no me quejo. La vida es dulce, o, más bien, de sacarina.

No siempre fue así. Recuerdo cuando nací junto con otros lipocitos, hace 40 años, en la edad que los médicos llaman “la pubertad”. A la hora de comer, yo ansiaba recibir algunos ácidos grasos de repuesto para convertirlos en grasa y almacenarlos. En aquel entonces, el cuerpo se mantenía activo, así que casi toda mi reserva se agotaba a diario. Nosotras, las células grasas, primero nos hinchábamos un poco y luego nos encogíamos otra vez. Eran tiempos de vacas flacas.

Ahora puedo darme el lujo de esperar. Al fin y al cabo, no voy a ninguna parte. Y lo digo en sentido literal: cuando el cuerpo baja de peso, las células grasas nos encogemos, pero seguimos allí; cuando engorda, nos llenamos de grasa y nos expandimos. Así que el cuerpo puede privarme de manjares grasosos y yo me achicaré, pero en cuanto vuelva al restaurante de comida rápida me recuperaré en un santiamén.

Con todo, he tenido muchos altibajos. A finales de los años 70, cuando el cuerpo entró a la universidad, se volvió adicto a las gaseosas. Y yo también, ¿entiende? Se bebía una en casi todas las comidas. Fue un placer al principio, pues cada día yo le robaba algunas gotas de grasa al hígado para almacenarlas. Al cuerpo también le gustaba la cafeína, y el vigor que le daba después de almorzar. Luego, cuando consiguió un empleo, empezó a necesitar otra lata de gaseosa para sacudirse la modorra de la media tarde. Ese fue el comienzo de mis años de gloria.

¡Escuche! El cuerpo está abriendo una lata justo ahora, mientras calienta su lasaña baja en grasas en el microondas. Está intentando moderarse, bajar unos cuantos kilos. Si usted está tratando de adelgazar, es lógico que reduzca la ingestión de grasas. Es puro sentido común, ¿o no? Pero, ¿alguna vez ha comido lasaña sin manteca ni aceite? Sabe a cartón. Además, contiene mucha sal, y algo de azúcar extra. Aún me resulta fácil robar un poco de grasa sobrante.

¡El pobre cuerpo ni se lo imagina! Cuando iba a la universidad, jugaba fútbol, esquiaba o montaba en bicicleta cada dos días, y su índice de masa corporal estaba bajo control. Los alimentos que comía contenían poco azúcar, y su cerebro prestaba atención a mis señales de leptina y le quitaba el hambre.

A veces, en un fin de semana, se empachaba con cerveza y alitas de pollo, y yo me inflaba un poco. Al otro día, desayunaba con un pan y una manzana, y salía a pasear en bicicleta. Sus músculos quemaban toda la glucosa, y yo tenía que convertir parte de mi preciosa grasa en ácidos grasos y glicerol. Entregaba este al hígado, que lo transformaba en glucosa para quemar, y los ácidos grasos iban directamente a las mitocondrias de los músculos para producir energía. Me desinflaba un poco y me atrincheraba en espera del siguiente atracón.

El cuerpo ahora se termina la lasaña en seis bocados, regresa a su computadora y se pasa la tarde haciendo clics. Levantarse de su silla para ir al auto es el mayor esfuerzo que impone a su corazón en todo el día. Eso no es una amenaza para mí; aún hay mucho glucógeno en sus células musculares, listo para darle la energía que necesita para moverse.

Yo me quedo quieta y me río, segura de que jamás me pedirá que le dé mi reserva de grasa para obtener energía.

Me relajo durante el viaje de vuelta a casa, donde me espera la cena. ¿Qué habrá esta noche? ¿Pollo frito? ¿Costillas? ¿Hamburguesas? Cuando el cuerpo por fin se sienta a la mesa, se queda atónito: no hay más que un plato de ensalada de espinaca, tomate y pimiento con trocitos de pechuga de pollo. ¿Qué diablos es eso? ¡No hay aceite de oliva, vinagre, ni aderezo cremoso! La ensalada contiene fibra, que hará lenta la digestión del mísero bollo que llegue al estómago. “Estamos a dieta”, anuncia su esposa. “No habrá más chatarra para cenar”.

Esto es muy malo para mí. Pero, fiel a su estilo, el cuerpo no se resiste y destapa una cerveza. ¡Qué alivio! Sin dudas voy a poder extraer una buena cantidad de grasa de esa lata. Después de la cena, el cuerpo saca al perro a dar un paseo, antes de tumbarse en el sofá a ver la tele, con el estómago gruñendo. Al final no resiste y va a la cocina por un bocadillo dulce bajo en grasas: un ligero tentempié de fructosa para mí. Se desliza en la cama cerca de la medianoche, esperando dormir sus seis horas y media de rigor. A mí me funciona: la mayoría de las personas obesas duermen menos que las delgadas.

Y ya me estoy estremeciendo de placer al pensar en otra agua vitaminada, otro almuerzo supuestamente bajo en grasas, otra cerveza después de la cena. ¡Que sigan los tiempos de vacas gordas!

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