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Trastorno límite de personalidad

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Esta afección es más común que la esquizofrenia, pero sabemos poco y nada.

Una noche de invierno de 2005, mientras se encontraba en un asilo en Ontario, Canadá, Brenda Gateman —entonces de 41 años— se sentía desesperada. Su adicción al alcohol y sus tumultuosas relaciones amorosas habían llevado a que le quitaran a sus tres hijos. “Sentía tanto dolor dentro —recuerda—, que me pareció necesario verlo de algún modo para creer en él”.

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Tomó una hoja de afeitar y empezó a hacerse unas pequeñas incisiones en el rostro. Se quitó la camisa y esta vez, cortando más profundamente, se hizo una herida de 13 centímetros en forma de x sobre el corazón. “Esa cicatriz estará allí hasta el día en que me muera —dice—. La veo todos los días.”

Gateman sufre una enfermedad mental conocida como “trastorno límite de la personalidad” (TLP). No sólo siente las emociones más intensamente que la mayoría de las personas, sino que también se considera incapaz de controlarlas. En un instante puede oscilar entre un profundo afecto y un enojo extremo. De hecho, quienes sufren TLP pueden experimentar episodios de ira, tristeza y ansiedad en solo unas cuantas horas.

Este comportamiento tiende a alejar a la gente, lo que resulta en relaciones caóticas. Al sentirse rechazadas, y perplejas por su propia conducta, muchas víctimas de TLP recurren a la autoagresión, que puede incluir cortarse, excederse en la comida, incurrir en promiscuidad y abusar de sustancias. Hasta el 80 por ciento intenta suicidarse, y se estima que nueve de cada cien lo logran, tasa mayor que la de los suicidios que genera la depresión.

Los investigadores no están seguros de las causas del TLP, pero la mayoría de los expertos lo atribuye a una combinación de genes y factores ambientales. “Usted tiene que tener más de una cosa que sale mal para sufrirlo”, dice el doctor Paul Links, quien ocupa la cátedra Arthur Sommer Rotenberg en Estudios sobre el Suicidio de la Universidad de Toronto.

Muchos pacientes nacen con una sensibilidad exagerada, y luego crecen en un entorno que no satisface sus necesidades emocionales, sin importar las buenas intenciones de familiares y amigos. “El TLP es resultado de una transacción entre el individuo y su ambiente social”, explica Marsha Linehan, destacada especialista en TLP de la Universidad de Washington. “Puede empezar con algunos problemas aparentes, pero la oscilación constante entre los extremos va intensificándose con el tiempo hasta que el niño o la niña no puede regular sus emociones. Son como personas sin piel. Uno las toca y saltan”.

Gateman es un ejemplo de libro de texto. Exageradamente aplicada, de niña formaba el equipo de sóftbol de la escuela y conseguía los papeles principales en las obras de teatro escolares. A los 13 años empezó a mostrarse inexplicablemente iracunda, renunció a sus actividades extracurriculares y comenzó a rechazar a amigos y familiares. Ciertos acontecimientos comunes de la vida se volvieron insoportablemente dolorosos. Cuando su hermano mayor salió de casa para ir a la universidad, ella lo tomó como algo personal y lloró durante días. “Esa fue quizá la primera vez que me sentí abandonada”, recuerda.

Conforme pasaron los años, cargó con este miedo al rechazo. Se volvió muy dependiente; quería que sus novios supieran que los amaba, y a su vez ansiaba su cariño. Cuando amigos o familiares no le agradecían algún favor, se sentía muy lastimada y se decía con frecuencia que no era lo suficientemente buena. A los 16 años le recetaron Librium, un tranquilizante, pero persistió el péndulo en su estado de ánimo. A veces, después de un repentino brote de ira, consumía drogas o alcohol.

Muchos pacientes de TLP han experimentado traumas en su niñez. A los 17 años Gateman sufrió un ataque sexual en una fiesta en Hanover, Ontario, su pueblo natal. Esa noche ingirió un puñado de las pastillas para el corazón de su padre. Fue el primero de cinco intentos de suicidio.

Pasaron 24 años antes de que le dieran el diagnóstico acertado en el Hospital Psiquiátrico St. Thomas de Ontario. Los expertos calculan que entre el uno y el dos por ciento de los adultos sufren TLP (la mayoría mujeres), por lo que esta afección es más común que el trastorno bipolar o la esquizofrenia. A pesar de ello, el TLP es ampliamente malentendido. Durante buena parte de su historia, los psiquiatras fueron escépticos respecto al TLP. A finales del decenio de 1930, cuando los enfermos mentales se clasificaban como neuróticos o psicóticos, a un grupo de pacientes que no entraban en ninguna de esas categorías el psiquiatra Adolph Stern los llamó “limítrofes”. El nombre pegó. Finalmente, se convirtió en un diagnóstico oficial y válido. Quienes están a favor de un cambio de nombre sostienen que reduciría las connotaciones negativas asociadas con el TLP.

Incluso en la comunidad médica, a los que sufren TLP se les estereotipa a menudo como personas manipuladoras y abusivas. Nada de esto es cierto realmente, pero esa es su reputación.

La mayoría de las personas con TLP no son hostiles ni peligrosas para los demás. Son padres de familia, hermanos, amigos o compañeros de trabajo, y aunque tal vez les causen sufrimiento a otros, ellos mismos soportan lo peor.

A principios del decenio de 1990, Marsha Linehan publicó un estudio precursor que incluía un tratamiento eficaz contra la enfermedad, y despertó el interés de los investigadores. Desde entonces, un estudio más avanzado ha dado origen a nuevos tratamientos, y la investigación demuestra que los pacientes con TLP pueden experimentar una transformación significativa con ayuda de diversas psicoterapias. La terapia de conducta dialéctica (TCD) es el más popular de estos tratamientos. Desarrollada por Linehan en los años 80, esta terapia proporciona a los pacientes habilidades prácticas para manejar sus relaciones, regular sus emociones y tolerar mejor el estrés. También les enseña a estar conscientes, a prestar atención en el momento presente y a aceptar lo que les pasa.

Hoy, Brenda Gateman vive en un departamentito en Kitchener, con su gato negro Ozzy y su conejo Kito Man, su mascota favorita. En broma, llama a Ozzy su “novio”. Es que ha jurado ya no tener relaciones íntimas. Y pensar en la amistad le provoca pánico. Peluquera jubilada luego de 25 años, se tranquiliza al charlar con extraños; pero si se trata de hacerse amiga de alguien, su respuesta es: “De ninguna manera. No quiero ni pensarlo”.

Si bien muchas personas con TLP ansían la intimidad, algunas prefieren estar solas para no arriesgarse a sentirse vulnerables. “Definitivamente, hay un vacío en mí que nadie llenará”, afirma Gateman. “No va a desaparecer, y eso lo he aceptado”. Tal actitud la ha ayudado a encontrar su propia vía de alivio. Una tarde volvió a casa con un juego de pinturas acrílicas, un par de pinceles y una tela. Se sentó en su living y pintó un faro de Southampton, Ontario, que visitaba de chica con sus abuelos. Ha estado pintando desde entonces. “Trabajar con distintos colores puede despertar diferentes estados de ánimo”, explica. “Si no me siento bien, pinto un cuadro negro y azul. Es una forma excelente de exteriorizar mis emociones y me permite estar mejor”.

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