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La meditación y yo

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¿Creés que la moda de la meditación es algo raro? Yo también… creía.

Todos los días veía el cartel dos veces: la primera al entrar en el gimnasio y la segunda cuando salía una hora más tarde. Era un póster con la foto de una mujer serena sentada en un almohadón, con las piernas cruzadas en posición de loto mirando hacia un lago en la lejanía. El texto decía:

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Siempre había sentido rechazo ante la idea de la meditación. Me producía una sensación rara. Además, estaba de moda. Había cursos online, libros y aplicaciones sobre meditación de atención plena y tenía muy buena acogida entre deportistas, estudiantes universitarios y ejecutivos. Tenía pinta de ser una simple moda pasajera.

Sin embargo, me interesaba la idea de “adquirir nuevas técnicas para afrontar la vida diaria”, porque no paraba ni un minuto e vivía corriendo. Cuando decidí hacerme escritor independiente hace tres décadas, leí que la mitad de los trabajadores autónomos fracasan por no saber organizar su tiempo. Así que me convertí en un hombre con una agenda tremendamente rígida. Además, soy compulsivo. Por ejemplo, he hecho ejercicio durante una hora casi todos los días durante los últimos 40 años. Así que lo hice como profesional independiente. Pero tenía poco tiempo para lo que el poeta Gerard Manley Hopkins llamó “las pequeñas cosas” que debían saborearse. Daba paseos en los que me limitaba a pensar y a resolver problemas. Y no solía fijarme en pájaros o flores.

Así que al final decidí anotarme.

Éramos 16 personas y la primera noche nos hicieron formar un semicírculo alrededor del maestro, que nos invitó a “sentarnos y a tomar conciencia de lo que había a nuestro alrededor, de las sensaciones de nuestro cuerpo, de los pensamientos que nos llegaban a la mente y de los sentimientos que albergábamos en el corazón. Pensé inmediatamente “qué mentira” y se dispararon en mi mente señales de alarma: timbres, luces intermitentes, ¡bip! ¡bip! ¡bip!

Entonces mi compulsividad empezó a manifestarse y decidí asistir a una clase semanal durante siete tardes. Me enteré de que la meditación de atención plena es una adaptación de la meditación budista y consiste en fijar la atención en el presente.

Me di cuenta de que mis pensamientos dirigían gran parte de mi vida. Por lo general negativos, me hacían revivir sucesos pasados (“gasté en el auto más de la cuenta”) o anticipar los futuros (“seguro que me equivoco en el discurso de la semana que viene”). Este viaje mental me causaba a veces angustia. Los budistas llaman a este vaivén de ideas la “mente del mono loco”.

Necesitamos muy poco, porque los pensamientos no son reales. Son como nubes pasajeras. Solo el cielo es real. Y el “cielo”, para completar la metáfora, es el aquí y el ahora. La vía de escape de este caos interno es la meditación: fijando firmemente los pies en el presente, reconociendo los pensamientos negativos que nos llegan, rechazándolos y volviendo al presente.

Los beneficios que prometía la meditación eran enormes. Paz espiritual. Menos estrés, ansiedad y dolor. Ayuda contra la depresión, el abuso de sustancias y el tabaco. Mejor rendimiento en el trabajo. Además, hay toda una serie de estudios que demuestran que la meditación de atención plena produce algunos cambios en zonas del cerebro, en especial en aquellas que tienen que ver con el control emocional, el aprendizaje y la memoria. Pensé entonces que algo tan simple no podía dar tantos beneficios. Pero pronto comprendí que la meditación es simple pero nada fácil.

Antes de terminar, nos pidieron que nos sentáramos con la espalda recta y las manos sobre las rodillas y nos concentráramos solamente en nuestra respiración con los ojos completamente cerrados. Duré unos 30 segundos antes de que me invadiera el primer pensamiento. Seguían viniéndome a la cabeza e intentaba pararlos como si fuera un arquero. Los minutos parecían horas. Al final de la sesión pensé que nunca conseguiría meditar.

Tardé unas semanas en darme cuenta de que este ciclo que consistía en concentrarme plenamente en la respiración, dejar la mente en blanco y regresar de nuevo para tomar aire, era un tipo de ejercicio. Como las flexiones que hacía todos los días, solo que en vez de fortalecer los brazos, ejercitaba el cerebro para enseñarle a tener atención plena en las cosas. A mi lista de “cosas por hacer” añadí la “meditación”.

La atención plena no ha conseguido que deje de pensar, pero a menudo mi mente se detiene como respuesta instintiva y sin explicación alguna.

Ahora, por lo menos, cuando estoy atascado en el tráfico, tengo opciones. Normalmente pensaría “maldita sea, voy a llegar tarde a la reunión”, y estaría repitiéndomelo varias veces. Ahora paro y pienso: “Llamaré para explicar lo que pasa y además tendré más tiempo para escuchar la radio”.

Todas las mañanas medito durante 20 minutos. Esta práctica es la que me mantiene plenamente atento. Cada vez que vuelvo de un pensamiento, estoy entrenando al cerebro para que esté atento. Hago mini-meditaciones mientras realizo actividades como lavarme los dientes, darme una ducha o comer una manzana. La meditación no ha resuelto todos mis problemas, pero me ayuda a afrontarlos mejor.

He aprendido que muchas veces no eran los acontecimientos de mi vida los que me causaban estrés, más bien cómo reaccionaba ante ellos. Muchas de las cosas que he aprendido con la meditación no pueden describirse. Si uno puede respirar, puede meditar, pero solo aprenderá si lo practica, como cuando se golpea una pelota de tenis o se maneja un auto.

Sigo obsesionado por el trabajo, los plazos y todo eso. Pero si un editor rechaza uno de mis escritos, tiendo menos a cuestionar mi capacidad. Me preocupa menos el futuro. Ahora como más despacio y por tanto, menos cantidad. Soy más feliz y estoy más relajado. Así que ahora todas las mañanas intento seguir este consejo: ¡No te limites a hacer algo! ¡Sentate!

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