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El Poeta del tango

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Para Horacio Ferrer, Buenos Aires y Montevideo serán siempre “una misma París con un Sena un poco más ancho”.

El ámbito para la charla no puede ser más propicio: atardecer, en la íntima y porteña Avenida de Mayo, en la sede de la Academia Nacional del Tango. Llega, velado, el rumor de la gente que entra y sale del contiguo Café Tortoni abajo; adentro, fotos protectoras de los héroes del género, premios, pinturas que remiten a una Buenos Aires eterna.

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De pronto, aparece Horacio Ferrer, el letrista vivo más importante de la música ciudadana. Inigualable copiloto creativo de Astor Piazzolla, historiador, fino poeta de flor en el ojal, uruguayo de origen y con pasión argentina. Desde niño ha vivido para y por el tango. “Su” locura lo llevó a imaginar personajes de leyenda (la protagonista de la ópera “María de Buenos Aires”), o a pintar bajo una mirada realista las tristezas de la noche (“Chiquilín de Bachín”) o a trazar en “Los pájaros perdidos” un completo paisaje fantástico, onírico y revelador.

Pero, ese estilo inconfundible no siempre habitó en su pluma. Alguna vez, el poeta luchó por conseguir el propio, su voz e identidad. No fue fácil. Hasta que, tras garabatear una y otra vez, casi sin buscarlo, los astros se alinearon y, por fin, se topó consigo mismo. Ese instante extraordinario, además, le provocaría otra modificación sin retorno: la apuesta por dejar su metódica vida de periodista y empleado de la universidad montevideana, para embarcarse en la aventura de vivir en Buenos Aires y abrirse camino en la gran e imprevisible ciudad.   

Ferrer rememora aquellas horas claves: “El momento crucial fue la aparición del libro ‘El romancero canyengue’. Tenía muchos versos y una letra de tango: ‘La última grela’. Dos profesoras de la Universidad de Córdoba dijeron en seguida que era un libro clave en la literatura del Río de la Plata. Lo hice con la aspiración que le gustara a Troilo y no a Piazzolla, quien finalmente le pondría música. En esa época yo vivía en Uruguay, aunque siempre viajaba a Buenos Aires. Después de la aparición del libro, Piazzolla me fue a buscar y dijo:  ‘Si no venís a trabajar conmigo sos un imbécil’. Y me vine.

“Ese fue ‘el’ momento. Lo que disparó todo fue un tema de honestidad intelectual. Yo era poeta de nacimiento, mi madre era poetisa, conoció a todos los grandes, pero hasta ahí yo no acertaba con lo que hacía. Empecé imitando a Verlaine, a Darío, a los franceses, una parafernalia, no encontraba una poesía que me perteneciera. En Montevideo había un poeta de barrio, Menecucho, que iba por los tablados en carnaval. Él recitaba sus versos y los vendía por centavos. Y terminaba diciendo ‘mis versos son malos… pero son míos’. Yo aprendí eso. Y yo a esa altura no tenía versos ni buenos… ni míos. Hasta que llegó la inspiración, el estilo y la edición de ‘El romancero canyengue.’”

El poeta, se detiene y recita casi en trance los dolidos versos: “Del fondo de las cosas y envuelta en una estola / de frío, con el gesto de quien se ha muerto mucho / vendrá la última grela, fatal, canyengue y sola / taqueando entre la pampa tiniebla de los puchos”.

Luego indica: “Carlos Maggi, un autor oriental, me dijo que eso era la renovación de la letrística del tango. Troilo me mandó un telegrama que decía ‘Horacio: ¡felicitaciones! Pichuco’. Era el año 67. Ahí me di cuenta de que había cambiado todo. Con el aval de Astor, de Troilo y del gran poeta Cátulo Castillo arranqué una nueva época. Era mayoría de versos, no letras para tangos, todavía. Y, atención, que tomé una decisión difícil: en ese momento renuncié a mi bien pago puesto de secretario de la Universidad de Montevideo. Y al diario El País. El rector me dijo que estaba loco. Me quedé sin trabajo por propia decisión. Dije, sin embargo, ‘qué suerte que tengo, no tengo plata… pero tengo tiempo. Voy a hacer un poema por día’.  Apenas les recité lo nuevo a los amigos me dieron la venia nada menos que Homero Expósito y Cátulo Castillo. Y el propio Mario Benedetti me pidió tres poemas para publicar en el diario La Mañana.”

Las luces del centro. Todo lo posterior es bien conocido. El trabajo con Piazzolla a partir de allí se convirtió en su sello personal. Ferrer se instaló en el departamento del músico; fue un tiempo de cambios y mientras se sostenía con el dinero que le adelantaba el editor de su voluminosa “Historia del tango” y con las colabo- raciones que hacía para revistas de algunas editoriales, el letrista y el dramaturgo que en él conviven pulía canciones, obras de concepto y poesías.

“Me convertí en autor teatral con María de Buenos Aires. De repente, una noche Piazzolla me dijo: ‘Escribime un libreto, como West Side Story (Amor sin barreras), pero bien de acá. Un musical bien porteño, y yo después le pongo música’.”

El universo teatral, justamente, no le era ajeno. “Tengo pasión por el teatro. Desde chico vivo para ir a ver espectáculos. Cuando niño fui al Colón y vi ‘El sombrero de tres picos’, de Manuel de Falla, ¡me morí!; entendí años después por qué De Falla era tan admirado por los tangueros: había sacado el humus de España para llevarlo a la estética superior del simbolismo moderno. Vi  la ‘Venganza de Don Mendo’, de Muñoz Seca  y los títeres de Podrecca.

”A los 14 años, me maravillé con Margarita Xirgu y la Comedia Nacional de Uruguay. Crecí en un clima teatral creativo espectacular. Cuando pude me compré todo Bernard Shaw, todo (Eugene) O’Neill, forjé una biblioteca teatral muy buena. Soy tan dramaturgo como letrista. Es que el tango es un fenómeno totalmente teatral. Ahí converge todo. Está en la Merello, en Sofía Bozán, en Gardel (el primer actor que inauguró el tango como hecho teatral). De ese tema estoy escribiendo ahora: el libro se va a llamar ‘El tango como mini óperas’. En el género hay diálogos, acusaciones, tensión. Hasta el violinista o el bandoneonista que hace un solo… es un actor. Sufren, se divierten, tienen expansiones, silencios bruscos.”

Pocos conocen el alma de Buenos Aires como Ferrer. Y mientras la conversación ya se sitúa bien entrada la oscuridad, el paso del tiempo le sirve para revelar una secreta dualidad que advierte en los habitantes de la ciudad. “Los porteños —indica— son fenicios de día y griegos de noche. Buenos Aires surge de dos fundaciones geminianas y no hay dudas que es así. Tiene personalidad doble. Ejemplo: (la avenida) Rivadavia, la divide en dos ciudades bien diferentes. Esa contradicción lleva a que el tipo que te pisó la cabeza al mediodía por un cheque, con ese mismo cheque —ya bien tarde— te invite a comer un bife.”

¿Y Montevideo, la otra sede de su vida y también de los duendes del tango? “Es una ciudad preciosa de espectadores que ven pasar la vida. Buenos Aires es la ciudad de ‘me tiro un lance’; Montevideo la de ‘no te metas’.  Yo escribí una obra, ‘Dandy, el príncipe de las murgas’, que es un ‘Hamlet’ oriental, donde digo que el montevideano es noble, melancólico y muy dubitativo. Se pregunta: ¿voy por acá o por allá, tomo esta calle o la siguiente, compro esto o lo otro?

”Buenos Aires y Montevideo serán siempre para mí una misma París con un Sena un poco más ancho. Son parecidas, pero diferentes. Buenos Aires es la protagonista del tango y Montevideo, espectador del tango. La locura porteña es la maravilla y el secreto del tango.”

¿El último dandy? De su actual condición afirma: “Hace 33 años que vivo en el Hotel Alvear de Buenos Aires. ¿Si soy el último cajetilla? (N. de la R.: en lunfardo, bon vivant) No sé, ojalá que no (risas). En 1976 andaba buscando un lugar donde vivir, vivía en departamentos prestados… y un día tuve la oportunidad y compré. De tanto estar ahí, casi soy de la casa. Conozco al personal, a los dueños. Mi esposa Lulú y yo hemos tenido una conducta irreprochable, además. Hoy, de todo el hotel, somos 7 u 8 los que somos propietarios. Esto ha contribuido a que yo tenga cierta imagen de ‘dandy’, ya lo sé. Acaso sea porque vivo ahí, o porque uso siempre una flor en el ojal (desde hace muchos años) y moñito (Piazzolla, una vez en Londres, me dijo en una galería: ‘comprate eso y lo vas a usar toda la vida’. Y así fue). Me gusta vivir así; yo hablaba muy mal de los aeropuertos y de los hoteles. Ahora sigo hablando mal sólo de los aeropuertos…y bien de los hoteles, porque allí todos los vecinos….son pasajeros.” (risas).

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