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El día que Robert Downey Jr. salvó a mi abuela

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En una situación de emergencia, el actor se convirtió en un superhéroe de verdad.

Me atrevo a afirmar que muy pocos relatos de actos de bondad empiezan con jóvenes famosos que fueron adictos a las drogas. Mi relato comienza así. Puede ser que le agrade o no, pero yo soy su más ferviente admiradora: se llama Robert Downey Jr., y lo que voy a contar sucedió a principios de los años 90, cuando yo tenía apenas 20 años. 

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Fue en una recepción al aire libre de la Unión Americana por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés), agrupación de la que mi madrastra era directora ejecutiva. Yo asistí acompañando a mi abuela. 

No hay suficiente espacio aquí para describir cabalmente a mi abuela; hacerlo me llevaría varios volúmenes. Para resumir, diré solo que a sus ochenta y tantos años seguía siendo bella, vanidosa como la que más y muy preparada, aunque su inteligencia no incluía reconocer a las celebridades jóvenes. 

Cuando llegamos le dije que ahí estaba Robert Downey, que iba vestido con un espléndido traje de lino color crema y llevaba del brazo a Sarah Jessica Parker. Mi abuela apenas se dio vuelta para mirarlos, mucho más interesada en llenar de queso su plato de plástico. A fin de cuentas, no se trataba de Cary Grant ni de Gregory Peck. A ella le daba igual. 

El principal homenajeado de la tarde era Ron Kovic, cuyo servicio en la Guerra de Vietnam lo había dejado en una silla de ruedas y cuya historia había inmortalizado Oliver Stone poco antes en la película Nacido el 4 de julio. Menciono la silla de ruedas porque tuvo que ver con lo que sucedió a continuación. 

Cuando se terminaron los discursos, nos levantamos de nuestros asientos para salir, pero entonces mi abuela se tropezó y cayó en plena rampa para sillas de ruedas, la que había dado acceso al estrado a Ron Kovic. Yo no sabía que esas rampas tienen bordes afilados, pero así es… o al menos aquella los tenía, y a mi abuela se le abrió en la pantorrilla una herida de la que empezó a brotar una gran cantidad de sangre. 

Quisiera poder decir que reaccioné al instante, que no tardé en hacerme cargo de la situación, atendí a mi abuela y llamé una ambulancia que a todas luces necesitaba, pero, lejos de eso, me senté y puse la cabeza entre las rodillas porque sentía que iba a desmayarme. Tanta era la sangre. Por suerte, alguien sí se hizo cargo de la situación: Robert Downey.

Le dijo a alguien que llamara una ambulancia; a otra persona, que trajera un vaso de agua, y a otra más, que fuera por una manta. Se quitó el elegante saco de lino, se remangó la camisa y aferró la pierna de mi abuela. Luego tomó el saco, que yo creía que se había quitado solo porque lo estorbaba, y lo amarró en torno a la herida. Vi cómo la sangre teñía de rojo la prenda. Le dijo a mi abuela que no se preocupara, que todo iba a salir bien. Adivinó instintivamente la manera de hablarle, de distraerla y, sobre todo, de halagar su vanidad. Mientras le sostenía la pantorrilla, silbando, le dijo que tenía unas piernas preciosas. Qué vergüenza me hizo pasar ella cuando comentó: 

—Mi nieta dice que es usted un actor famoso pero yo en mi vida lo había visto.

Se quedó acompañándola hasta que llegó la ambulancia, y entonces fue caminando al lado de la camilla, sosteniéndole la mano y diciéndole que le rompía el corazón al irse tan temprano de la fiesta, cuando apenas empezaban a conocerse. Se despidió agitando la mano mientras cerraban las puertas, y le dijo:

—No te olvides de llamarme, Silvia, para que vayamos a almorzar.

Al fin y al cabo, aquel joven era una estrella del cine. 

Aunque no lo crean, subí a la ambulancia sin decirle nada. Por vergüenza y por timidez, no me atreví a darle las gracias. Todos tenemos cosas que hubiéramos querido decir, momentos a los que quisiéramos retroceder para rectificar nuestras acciones. Rara vez se nos presenta la oportunidad de compensar esas veces en que nos quedamos sin palabras, pero a mí se me presentó… muchos años después.

Debo decir que más adelante, cuando Robert Downey estaba preso por posesión de heroína, cocaína y una pistola Magnum .357 sin balas que se había hallado en su auto, pensé en escribirle. Quería recordarle el día en que fue la bondad en persona, cuando encarnó lo mejor a lo que podemos aspirar. Ese día fue el más bondadoso de los desconocidos. Sin embargo, no lo hice. 

Al cabo de unos 15 años de aquella recepción al aire libre, 10 después de que mi abuela falleció y un lustro después de que él salió en libertad, lo vi en un restaurante. Yo crecí en Los Ángeles, donde ver celebridades es cosa de todos los días, y me enseñaron que debía respetar la vida privada de las personas y no molestarlas nunca mientras comen. No obstante, ese día decidí contravenir el código de los angelinos y vencer mi timidez, y me acerqué a su mesa. 

—No sé si se acuerda de esto… —le dije, y le conté la historia.

Se acordó.

—Solo quería darle las gracias, y decirle que es el acto más bondadoso que he presenciado jamás.

Se levantó, me tomó las dos manos, me miró a los ojos y respondió:

—No sabes cuánto necesitaba escuchar esto hoy. 

Dana Reinhardt es autora de The Summer I Learned to Fly, entre otros libros.

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