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Una lección de vida

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Sin pensarlo, Rachel se lanzó corriendo tras su alumno conflictivo, pero nunca se imaginó lo que eso significaría para los dos.

Tenía apenas dos años de haberme convertido en madre cuando recibí mi mayor lección sobre el cuidado de los hijos. Esta enseñanza no la obtuve de un libro especializado, ni me la dio un pediatra distinguido ni un padre experimentado; provino de un chico de 10 años, criado a duras penas por una mujer drogadicta, con un largo historial de maltratos y carencias. Ese chico tenía cicatrices permanentes en el brazo izquierdo, dejadas por fuertes azotes con un cable eléctrico cuando tenía tres años. Kyle me enseñó lo único que realmente necesitaba yo saber acerca de amar a un niño que ha afrontado mil adversidades: a estar presente.

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Había sido una decisión difícil. Dejé a mi familia y a mis amigos en Indiana, Estados Unidos, la amada tierra donde había vivido la mayor parte de mi vida. Mi nuevo hogar estaba en Florida, a miles de kilómetros de distancia de todo lo que conocía. Allí, hacía calor todo el tiempo y los trabajos eran escasos, pero yo estaba dispuesta a superar casi cualquier desafío.

Acepté un empleo de maestra. Comencé a dar clases a niños de entre 6 y 12 años con serios problemas de aprendizaje y de conducta que habían pasado de escuela en escuela. Hasta ese momento, no existía en el distrito ningún programa educativo capaz de satisfacer sus necesidades. Una compañera y yo pasamos varias semanas enseñando a los niños acomportarse debidamente en lugares públicos. Luego, un día, en la escuela se organizó una salida para jugar golf miniatura y almorzar en un restaurante. Milagrosamente, solo unos cuantos alumnos no se habían ganado el privilegio de ir, entre ellos Kyle, y él estaba decidido a hacer patente su frustración. Plantado en medio del pasillo, se puso a gritar, maldecir, escupir y tirar golpes al aire. Una vez que su ira cedió un poco, hizo lo que había hecho en las otras escuelas, en su casa e incluso una vez en un centro de detención juvenil cuando estaba muy enojado: se puso a correr.

Los demás alumnos y maestros que presenciaron el arrebato de furia vieron con asombro cómo Kyle corría directamente hacia el intenso tránsito de la mañana frente a la escuela.
—¡Llamen a la policía! —gritó alguien junto a la puerta.
Yo no podía quedarme solo mirando, así que corrí tras el chico. Kyle era unos 10 centímetros más alto que yo, y rápido para correr. Sus hermanos mayores eran atletas admirados en una escuela secundaria cercana. Sin embargo, yo me había puesto zapatillas para el paseo, y solía correr largas distancias sin cansarme. Al menos podría seguirlo con la mirada e implorar al cielo para que ningún auto lo arrollara. Después de correr a lo largo de varias calles esquivando de frente los autos, Kyle aminoró el paso.

Aunque aún era temprano, el sol caía a plomo sobre el negro asfalto. El niño dobló abruptamente a la izquierda en una esquina y empezó a caminar por una ruinosa franja comercial. De pie junto a un compactador de basura, inclinó el cuerpo y colocó las manos sobre las rodillas. Estaba tratando de recuperar el aliento cuando de pronto alzó la mirada y me vio. Debo de haberme visto ridícula con el frente de la blusa empapado de sudor, y el cabello alborotado y pegado a mi cara enrojecida. Kyle se irguió en su sitio como un animal asustado. Sin embargo, no había miedo en su mirada. Lo vi relajarse; no intentó correr de nuevo. Se mantuvo quieto y dejó que me acercara. Yo no tenía ni idea de lo que iba a hacer o a decirle, pero seguí acercándome. Nos miramos a los ojos, y volqué hacia él toda la compasión y comprensión que había dentro de mi ser. El niño iba a decirme algo cuando un auto de la policía se detuvo en seco junto a nosotros.

El director de la escuela y un agente bajaron del vehículo, se acercaron a Kyle y empezaron a hablarle en tono tranquilo. El niño subió por voluntad propia a la parte trasera del patrullero. Yo no alcancé a oír lo que le dijeron, y tampoco pude dejar de mirar el rostro de Kyle mientras se lo llevaban. Pasé el resto de la mañana sintiendo que le había fallado al niño, que debía haber hecho o dicho algo más para tratar de arreglar la situación. Le confié mi desazón a un terapeuta del lenguaje que estaba familiarizado con el historial de Kyle.
—Nunca nadie había corrido tras él, Rachel —me dijo—. Ellos simplemente lo dejaban ir.

El chico finalmente regresó a la escuela, y muy pronto me di cuenta de que cada vez que tenía la opción de elegir una maestra para trabajar o para que lo acompañara a sus clases especiales, me escogía a mí. Transcurrieron las semanas y Kyle siempre estaba a mi lado, siguiendo instrucciones y tratando de hacer sus tareas; a veces incluso sonreía. Para ser un niño con graves dificultades de apego, era increíble que estuviera desarrollando un vínculo conmigo.

Un día, inesperadamente, Kyle me tomó de la mano. No era habitual que un chico de su edad y estatura asiera de la mano a su maestra, pero yo sabía que tenía que actuar como si fuera lo más natural del mundo. Entonces el niño se inclinó y susurró algo que nunca olvidaré:
—La quiero, señorita Stafford. Jamás le he dicho esto a nadie.
Una parte de mí deseaba preguntar “¿Por qué a mí?”, pero lo que hice fue limitarme a disfrutar el momento. Era un avance extraordinario de un niño en cuyo expediente se leían estas palabras: “Incapaz de expresar amor o de mantener una relación afectiva con otro ser humano”.

Las cosas cambiaron el día en que Kyle corrió y yo corrí tras él, a pesar de que no tuve las palabras adecuadas para alentarlo, aunque no fui capaz de lograr que paseara con nosotros. Fue el día en que no me quedé cruzada de brazos ni creí que ese chico fuera una pérdida de tiempo y esfuerzo, una causa perdida. Fue el día en que mi sola presencia bastó para hacer un gran cambio en su vida.

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