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Una canción en sus corazones

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Eran indigentes en Canadá y lograron cautivar al público mundial con sus voces. Hoy lograron transformar sus vidas y la de quienes se cruzan en su camino.

Cuando el coro de 22 hombres completa el estribillo de Oh Happy Day, la última canción del programa, la audiencia del Centro de Artes St. Lawrence de Toronto se pone de pie en muestra de reconocimiento. Los miembros de la compañía, con pantalones negros, camisas blancas y un extravagante despliegue de boinas rojas, gorras de béisbol con lentejuelas, bufandas de tela escocesa y bandanas con arabescos, sonríen y agitan las manos en agradecimiento.

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Las ovaciones no son algo inusual para el Coro Accueil Bonneau (también conocido como el Coro de Indigentes de Montreal). Este extraordinario grupo ha conquistado el corazón de la audiencia y recogido elogios con su repertorio, que va desde California Dreamin’ de The Mamas and the Papas hasta la Oda a la alegría de Beethoven, no solo en Quebec sino en todo el mundo.

El redactor del diario Mirror de Montreal, Philip Preville, que vio el espectáculo en el Festival Montreal Busker en 1997, plasmó el encanto de los cantantes al escribir: “No se parecen mucho a un coro. No se paran derechos y tienden a tambalearse hacia adelante y hacia atrás cuando actúan. Pero son artistas consumados, que cantan con estilo y se atreven a hacer contacto con el público”.

El coro tuvo un éxito rotundo en París en noviembre de 1998, ganándose al distinguido diario Le Figaro de Francia, que alabó la “pasión” de los cantantes. De manera similar, impresionado por una actuación en una iglesia de Toronto el invierno anterior, Stevie Cameron, ex-editor de la revista Elm Street, comentó “Aplaudimos, vitoreamos y nos reímos y, al final, cuando cantaron Auld Lang Syne, lloramos”. 

 

¿Cómo es posible que un grupo de hombres, la mayoría sin experiencia alguna en el canto, algunos con problemas de drogas y alcohol, que sobreviven gracias a la asistencia social o a su ingenio, hayan llegado a ser estrellas en Montreal, Toronto, París y Nueva York? 

La respuesta corta es Pierre Anthian. Técnico dental de vocación, músico con instrucción clásica por profesión, Anthian también es un mormón que practica las doctrinas de su fe. Desde los 12, este hombre delgado de 40 años con cabello oscuro y una sonrisa dispuesta, ha dedicado gran parte de su tiempo a las personas necesitadas. Sus esfuerzos como voluntario lo han llevado de hospitales y hogares para personas mayores en el sur de Francia, donde creció, hasta pensiones para personas indigentes en París, donde vivió cuando era joven.

En 1995, Anthian emigró a Canadá para reunirse con sus hermanos en Montreal. En pocos días estableció un laboratorio dental y encontró un lugar para seguir ayudando a los demás: Accueil Bonneau, un refugio en la zona costera de Montreal que brinda comida a hombres indigentes. Durante un año, el joven inmigrante fue feliz simplemente sirviendo comida en el refugio. “Entonces”, comenta, “decidí llevar a cabo mi idea”.

La “idea”, concebida cuando Anthian era voluntario en el refugio más grande de París, la Mie de Pain, era crear un coro de hombres indigentes. “La música es una parte importante de mi religión”, comenta Anthian, quien una vez dirigió un coro de iglesia en Cannes. “La música es buena para el alma. Esperaba que un coro les pudiera dar a estos hombres una manera de ganar algo de dinero y de recobrar la confianza en sí mismos y su dignidad”.

Anthian hizo circular un aviso para reunir integrantes para el coro entre los miembros de la comunidad callejera de Montreal. Los carteles y folletos indicaban que no era necesario contar con experiencia musical ni talento. Todo lo que se solicitaba era que los posibles miembros se presentaran a horario y sobrios.

A la hora señalada del primer ensayo, aparecieron tres hombres. “Pero al siguiente día, vinieron siete, y al día siguiente, 12”, recuerda Anthian. “Para el sexto ensayo, teníamos más de 20”. Y así nació el coro Accueil Bonneau.

Con un repertorio de cuatro villancicos navideños preparado con rapidez, Anthian y su grupo heterogéneo de coristas, de entre 19 y 68 años, llevaron sus voces a las calles, o debajo de ellas: su debut fue el 17 de diciembre de 1996, en la estación de subterráneo Berri-UQAM, en el centro de Montreal, que pasaría a ser la sala de conciertos no oficial de cabecera del coro.

La reacción del público fue inmediata y positiva: encantados, los pasajeros de inmediato se deshicieron del cambio. En las primeras dos horas solamente, la compañía ganó $600. “El dinero caía en la gorra siguiendo la cadencia de las melodías”, recuerda Anthian, sonriendo. “La gente se reía y lloraba. Fue extraordinario”.

Durante el siguiente año, el coro atrajo a seguidores locales. Sin embargo, se necesitó de una tragedia para impulsarlo como centro de atención nacional e internacional. En junio de 1998, una explosión de gas en Accueil Bonneau mató a tres personas, lesionó a 16 y destruyó el refugio. Impactados, los ciudadanos de Montreal respondieron generosamente. En unos meses, se recaudaron $1,6 millones para un nuevo edificio. El coro contribuyó con más de una decena de conciertos para recaudar fondos.

Animado por el éxito de su creación, Anthian inició un plan audaz: llevar el coro a París. “Esperaba poder inspirar a los indigentes que vivían allí para que formaran su propio coro”, dice Anthian. “También pensé que el viaje sería divertido para todos”.

Mediante una planificación cuidadosa y la beneficencia de otras personas, el coro se presentó en París ese otoño. Felizmente, Anthian vio sus deseos cumplirse. Un pequeño grupo de hombres indigentes parisinos formaron el Chorale de la Mie de Pain después de observar al coro. Y los miembros del Bonneau se divirtieron a lo grande. Apenas uno de ellos se había subido a un avión anteriormente. Y a todos les encantó París, las calles adoquinadas, la Torre Eiffel y presentarse en la residencia del embajador canadiense. Muchos se sentían abrumados por la cortesía con la que los trataban. “No estaban acostumbrados a eso”, dice Anthian.

 

En una sala con techo alto del tercer piso del nuevo refugio Bonneau, en el Puerto Viejo, se reúnen dos veces por semana los miembros del coro para ensayar con Anthian. Después de un calentamiento, los cantantes trabajan sobre una emocionante interpretación de New York, New York, afinando una y otra vez al cantar los fragmentos que dicen “el rey de la colina” y “estos zapatos de vagabundo”. Una canción adecuada para su próxima presentación en Nueva York en distintos lugares, desde el hall para visitantes de las Naciones Unidas hasta el Lincoln Centre.

Durante el receso, Anthian comparte sus ideas sobre los hombres que se habían convertido en sus amigos. “Si las personas observaran, descubrirían que muchos de los que viven al margen de la sociedad no son tan diferentes a los demás”, afirma. “Sí, algunos beben y tienen problemas con las drogas. Algunos tienen problemas legales. Pero estas dificultades a menudo son el resultado, no la causa, de sus tristes situaciones. A menudo, los hombres que mendigan o duermen en las entradas de las casas simplemente han tenido menos suerte que nosotros”.

Definitivamente, la suerte había sido escasa para el solista de 60 años, Claude Lacroix. Uno de los pocos miembros del coro que había estudiado música durante su juventud, el oriundo de Montreal prestó servicio en la fuerza aérea y luego trabajó como auxiliar contable. A los 50, tenía una esposa y una hija pequeña que adoraba. “Y entonces, mi bebé se ahogó en una piscina”, dice Lacroix, con tristeza en el rostro por el recuerdo que nunca parece abandonarlo. Profundamente deprimido por la tragedia ocurrida diez años atrás, su matrimonio colapsó y perdió su trabajo. Sus problemas se agravaron al refugiarse en el alcohol y Lacroix pronto se encontró viviendo en las calles.

La buena suerte también parece haber esquivado a Léo Paradis, de 47 años, de Plessisville, Quebec. A comienzos de la década de 1980, el ebanista se mudó a la floreciente Edmonton con su esposa e hijo. “Trabajé continuamente hasta la recesión”, recuerda. “Después, me invitaron a que me retirara”. Al volver a Quebec, Paradis, como miles de comerciantes en esa época, no podía encontrar trabajo. “Me dije a mí mismo que alguien me necesitaría”, dice Paradis, que desde entonces está divorciado. “Pero ahora no pienso eso. Los trabajos se reservan para los hombres más jóvenes con más energía y capacitación más actual”.

La mala suerte también tocó a Nicolas “Colas” Allaire, de 66 años, criado en el orfanato de Montreal hasta que fue expulsado a los 17 años. Vivió una vida precaria desde entonces. Es un destino que no le resulta sorprendente. “Sin familia, amigos o educación formal, he andado a la deriva por la vida”, afirma. “El coro es mi primer trabajo”.

 

“El coro no resolverá la indigencia”, dice Anthian. Pero él piensa que marca una diferencia para la gente. “Las personas con hogares y trabajo a menudo ignoran a los indigentes que pasan a su lado”, observa. “Se sienten incómodos al estar con personas cuyas vidas parecen no tener un propósito. El coro rompe las barreras. Los transeúntes comprenden que estos hombres están trabajando duro para contribuir”.

 

Según Michelle Latraverse, una asesora de relaciones públicas establecida en París que ayudó a organizar el compromiso en Francia, la visión inusual de hombres indigentes empeñados en ayudarse a sí mismos era el atractivo del coro. “Los parisinos están acostumbrados a ver a personas indigentes”, afirma Latraverse. “Pero no están habituados a lo que estos hombres hacen”.

No cabe duda de que las personas más profundamente afectadas son los propios coristas. Todos los miembros obtuvieron beneficios financieros: las donaciones se dividen entre los participantes. “Por lo general, hay suficiente para las comidas o las primeras necesidades”, comenta Anthian. Pero los beneficios van más allá del dinero.

Los miembros dicen que han ganado un sentido de orden y estructura. Ahora, en lugar de vivir una vida nómade, todos excepto uno reciben asistencia social regular, y todos excepto dos de ellos residen de manera permanente en pensiones o edificios de departamentos.

También sienten que han recuperado la dignidad. Michel Viau recuerda estar abrumado por la “magnificencia” de las camas del Crowne Plaza Toronto Centre (que los alojó en forma gratuita). Pero también recuerda qué bien se sintió compartir ascensores y saludos matutinos con los huéspedes que se alojaban ahí por negocios.

Rénald Lévesque, un hombre de 46 años con una sonrisa tímida, cree que el coro le ha dado muchas cosas. Después de trabajar como asistente de enfermería durante 25 años, prescindieron de sus servicios hace cuatro años, y seis meses después se encontró en estado de indigencia. Recuerda que cuando era niño, las monjas de su escuela sugerían cantar como una manera de combatir la tristeza y Lévesque no dejó escapar la oportunidad de unirse al coro. “Me ha dado amigos, esperanza y la confianza para buscar trabajo”, dice Lévesque. “Me inscribí en una agencia de servicios sociales que me ha brindado trabajo temporal en hospitales y hogares para ancianos”.

Sin embargo, todos los miembros están de acuerdo en que el mayor beneficio de pertenecer al grupo es la oportunidad de dar. “A través del coro, me siento bien porque estoy haciendo algo por los demás”, dice Lacroix. “Es difícil describirlo”, agrega Paradis, “pero cuando veo a las personas sonreír mientras nos escuchan, siento una gran dicha. Es algo mágico”. Allaire, uno de los favoritos entre los miembros, asiente. “Es maravilloso saber que de alguna manera uno influye en los demás. Yo solía ser un hombre triste. Pero el coro me ha hecho feliz”.

Ahora, parte del enfoque de Anthian está en el futuro. “Debemos organizar una gira por Francia, Suiza y Bélgica”, dice. Hay planes en marcha para capitalizar la capacidad demostrada del coro y así recaudar fondos para distintas causas en Montreal y otros lugares. Y espera poder inspirar a más coros de indigentes.

Con una sonrisa, Anthian dice que también tiene un objetivo a largo plazo. “Sueño con reunir el dinero suficiente para un fondo de retiro para los miembros del coro”, comenta. “¿No sería fantástico si pudiéramos darle $800 al mes al viejo Colas por el resto de su vida para que nunca más tenga que preocuparse por dónde va a dormir o si tendrá algo para comer? ¿No sería realmente fantástico?”.

 

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