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Recuerdos grabados en piedra

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¿Cómo capturar para siempre esos recuerdos, vivencias, personas, espacios, olores que no queremos olvidar nunca más? Descubrilo en esta nota. 

Después de que los mudadores se habían llevado los muebles y las cajas, luego de haber barrido el suelo y recogido la basura, una vez que la casa estaba vacía de todo menos polvo y ecos, apagué mi celular y saqué de mi bolsillo una piedra que había encontrado en el jardín varios días atrás. No es una gran piedra, sino una atractiva: pálida y agradablemente áspera al tacto. La escogí porque un amigo —un viejo místico italiano con quien solía salir— me había sugerido despedirme de la casa con un ritual especial, el ritual de la piedra del recuerdo.

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La idea es tomar una piedra que a uno le guste y caminar por la casa y el jardín, proyectando los recuerdos sobre ella. Al final, se lleva la piedra a un artesano y se la convierte en algo, quizás un llavero o un colgante. No estaba segura de que funcionaría (ni siquiera estaba segura de qué significaba “funcionaría”), pero había decidido intentarlo. Una de las cosas que me asustaban de irme de la casa era la idea de dejar atrás todos los recuerdos de 32 años. Tal vez esto me ofrecía una vía de capturarlos para llevarlos conmigo de alguna manera.

Empecé en la planta baja, en la sala en la que, cuando era niña, solía practicar violín. Era un hermoso día —frío para agosto — y la luz se filtraba a través de los árboles fuera de la casa. Al principio, los recuerdos no llegaron fácilmente. Me senté en el radiador, mirando a la piedra, pero no pasó nada. Solo algunos recuerdos, imágenes que había visto en fotografías, palabras que había leído en cartas y diarios.

 

Pero después de unos pocos minutos, eso cambió. De repente, la habitación no estaba vacía: estaba llena de gente que no veía hacía años, así como algunas personas que había visto el día anterior. Objetos olvidados, como el resbaladizo colchón de espuma que servía de cama para los amigos que se quedaban a dormir cuando era chica, volvieron a mi mente. El gato de la familia —muerto desde hace mucho tiempo— era un pequeño gatito de nuevo, escondido debajo del radiador. Espera: ahora es un gato adulto y se estira para abrir la puerta del dormitorio  de mis padres. En el comedor, estamos cenando y Drago, el padrastro búlgaro de mi padre, molesta a mi madre haciendo rodar el anillo de su servilleta sobre la mesa como una especie de juego. Es invierno y estamos todos en la cocina cortando frutas y nueces, preparando el festín navideño; es verano —sudoroso verano— y en medio de la cena otro amigo se acuesta sobre el fresco piso de baldosas del living, tratando de encontrar alivio al calor. Tengo 11, me pruebo mi nuevo uniforme escolar y doy vueltas frente al espejo. Mi madre sube las escaleras para darme las buenas noches, con los brazos extendidos para darme un abrazo. He llegado más tarde de lo que mamá me había permitido, la casa está a oscuras, camino de puntitas por las escaleras, esperando no despertar a nadie. En la cocina, mi hermano acaba de cortarse el dedo con un cuchillo y el queso está cubierto de sangre. Ahora mi padre está bailando abrazado de mi amigo Gideon (estoy segura de que es la única vez que vi a papá bailar con un hombre). Ahora mi padre es viejo, y yo estoy sentada cerca de él en su cama, despidiéndome sin saber que sería la última vez.

Durante un momento me descubrí sollozando y en otro me sorprendí cantando, pero sobre todo, la experiencia fue extrañamente tranquila. Y cuando salí (sorprendida de descubrir que habían pasado tres horas), gente, voces, objetos, olores, sabores, sensaciones y sonidos de tres décadas se habían reunido todos en un gran collage. Y mi gran temor de olvidarlos había desaparecido de alguna manera.

Ya han pasado varios meses desde que salí de la casa por última vez. No sé si esta piedra que tengo, este pedazo del lugar, realmente puede contener tanto o si en los próximos años será capaz de desencadenar recuerdos de la manera en que lo haría un paseo lento, somnoliento, a pie y sin interrupciones por la casa. Pero en este momento, mientras la recojo y la miro fijamente, me parece que estoy de vuelta en casa.

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