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Mi lucha por contener el llanto

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“Para ser la madre que quería ser, tenía que dominar mis emociones”. Eso fue lo que se propuso esta mujer para dejar de sensibilizarse con cada situación que le transmitiera nostalgia y aprender a disfrutar más.

Cuando mi hija era chica, pedí en la biblioteca el cuento clásico infantil The Giving Tree (“El árbol generoso”) para leérselo, porque era una historia que me había encantado de niña. Por desgracia, al leerlo como madre no pude contener el llanto. Con sencillos dibujos en blanco y negro y una prosa esmerada, el autor, Shel Silverstein, describe la tierna relación entre un manzano amoroso y un niño que está a su cuidado; es una alegoría de los sacrificios que las madres hacen por sus hijos. Me estremecí cuando el árbol y el niño se abrazan, poco antes de que este crezca… demasiado pronto. Y cuando el árbol le ofrece desinteresadamente sus frutos, ramas y tronco al muchacho para que sea feliz, se me hizo un enorme nudo en la garganta.

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Me las ingenié para terminar de leer entre sollozos, aunque no era esa la forma en que esperaba leer el cuento. Una vez que me calmé, decidí que en adelante sería el padre de la niña, y no yo, quien le leyera The Giving Tree. Para él supondría tan solo hablar de un árbol y no del complejo cariño de una madre. Esa noche él le leyó el cuento y no hubo más lágrimas.

Así es mejor, pensé. Pero me quedó una duda: ¿mejor o solo más fácil? Me vino a la cabeza otro recuerdo que me enternecía hasta las lágrimas. Cuando estaba en la escuela primaria, me fascinaba cantar Over the Rainbow (“Sobre el arco iris”), de El mago de Oz, así que papá a veces me acompañaba al piano (me gustaba el mensaje de que los sueños se pueden realizar y anhelaba tener una gran aventura como Dorothy en Oz).

Cada vez que papá la tocaba, me abrumaba la dulzura de su compañía. Recuerdo muy bien que pensaba (aun a mis ocho años) que un día, cuando papá ya no viviera, yo añoraría los ratos que habíamos pasado juntos frente al piano. La sola idea me quebraba la voz y me hacía terminar antes de tiempo siempre que cantábamos juntos, de lo que me arrepentía mucho.

Un año mi hija se disfrazó de Dorothy para festejar Halloween y me pidió que cantara Over the Rainbow sin parar y yo la complací. Al principio me pregunté si algún día esos momentos serían tan entrañables para ella como para mí el recuerdo de cantar con papá y me brotaron las lágrimas. Pero al cabo de incontables peticiones e interpretaciones, pude cantarla sin dificultad.

Comprendí que, si quería liberarme de la influencia que ejercía en mí The Giving Tree —o cualquier otra experiencia infantil significativa que deseara compartir con mis hijos—, tenía que practicar una y otra vez, como hice con la canción de Dorothy.

Compré un ejemplar del libro y me propuse leérselo a mi hija todos los días hasta que no me hiciera llorar. La primera vez probé distanciarme de la trama, pero de todos modos se me arrasaron los ojos. Con todo, la repetición y la persistencia funcionaron: a las dos semanas ya se lo leía con la misma serenidad que su padre.

Era la segunda vez que me ejercitaba para adquirir fortaleza. Años antes, cuando mi hermana me pidió ser dama de honor en su boda, decidí que no quería presentarme ante un centenar de personas con el rímel corrido y me propuse aprender a asistir a un casamiento sin llorar.

Por suerte, hubo ocho bodas “de práctica” antes de la de mi hermana. En la primera hice de cuenta que mis amigos —la novia y el novio— eran unos desconocidos. Eso me ayudó, pero aun así derramé algunas lágrimas. Poco a poco fui aprendiendo a crear distancia emocional entre los novios y yo, así como a apreciar el embeleso con que se miraban y los comentarios del celebrante sin ponerme dramática. Dada la utilidad de la repetición, entre una ceremonia y otra repasaba el álbum de bodas de mis padres y veía videos de casamientos en Internet. ¡Dio resultado! En la boda de mi hermana me presenté radiante frente a la multitud mientras ella y mi cuñado celebraban su unión.

Hace poco, tras preguntarme qué tan común es que una persona se adiestre para evitarse la vergüenza de llorar en situaciones emotivas felices, acudí a Ad Vingerhoets, uno de los pocos científicos que han estudiado el llanto. Él me confirmó que los adultos con frecuencia lloran por motivos sentimentales positivos, no solo de dolor o por una pérdida.

“Se llora por una reunión como si fuera una separación; por un triunfo como si fuera un fracaso”, dice Vingerhoets, profesor de psicología clínica en la Universidad de Tilburgo, en Holanda. “Pero todas las lágrimas son, en cierto modo, las mismas. La impotencia es muy importante, incluso en las emociones positivas… Quizá consiste en sentirse abrumado, una especie de impotencia positiva”.

Le hablé de mi adiestramiento para contener el llanto en las bodas y al leer cuentos, y me sorprendió cuando me dijo que mi técnica era muy poco común (los terapeutas la usan para desensibilizar a las personas que tienen fobia a las arañas y a otras cosas). Según él, quienes no desean llorar suelen mirar hacia arriba al sentir que se les humedecen los ojos, pero esto no siempre funciona. En mi caso, mirar hacia el cielo tan solo retrasa momentáneamente las lágrimas.

Ahora las emociones siguen venciéndome de vez en cuando, al darme cuenta de que estoy reviviendo un momento conmovedor de la infancia, esta vez como mamá, y lloro como una Magdalena. O pido en la biblioteca un libro con un mensaje tan enternecedor que se lo leo a mis hijos sollozando. Y no puedo evitar deshacerme en llanto en las bodas de parejas gay; me embarga la emoción la primera vez que veo darse un beso a dos de mis amigos. Pero ahora sé que con la actitud y el adiestramiento adecuados, puedo afrontar con entereza estas situaciones.

Por ejemplo, cuando hace poco mi papá empezó a darle lecciones de piano a mi hija, los tres nos pusimos a cantar a coro de improviso, mientras él tocaba, desde luego, Over the  Rainbow. Habían pasado años desde la última vez que cantamos él y yo, y en vez de ponerme lacrimosa, abracé a mi hija, me puse al lado de mi papá y canté con toda la alegría de la que fui capaz.

Una parte de mí pensó “¡Qué bien, somos las voces de tres generaciones haciendo música frente al piano y algún día recordaré este momento!” Pero ahuyenté el pensamiento y decidí vivir esos instantes con papá como debía haberlo hecho años atrás. Después de cantar, lejos de correr a llorar a solas, le pregunté qué otra canción se sabía para una niña de siete años. Nos quedamos media hora creando hermosos momentos en torno al piano: mi padre, mi hija y yo.

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