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Encontraron la paz por medio de caballos, amor y paciencia

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Cerrando el círculo: Fueron rescatados del maltrato y negligencia y ahora estos caballos están devolviendo el favor.

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Seis jóvenes entran lentamente a un rodeo en el cual se encuentran dos enormes caballos de tiro. Deanna Mancuso, una mujer delgada de 37 años vestida con una camiseta sin mangas y jeans, va al final de la fila. “Vamos a empezar”, dice. Es un caluroso jueves del mes de agosto, la séptima de ocho semanas de un programa piloto dirigido a ayudar a menores de edad en situación de riesgo –chicos que se fugan de casa, dejan de asistir a la escuela o tienen problemas de ira o adicciones– y que viven una adolescencia complicada. El tema de hoy es tratar de mantener el control y dejar ir esos sentimientos de ira, ansiedad o lo que sea que los haya hecho llegar ahí.

Deanna les pide que formen un círculo en torno a Ruby y que coloquen una mano en el costado de esta. Su rubia melena y su espalda ancha y pálida se alzan imponentes ante los participantes de menor estatura. 

Van a usar su respiración para hacer que Ruby se quede quieta, instruye Deanna. Los equinos pueden percibir si alguien está ansioso , y reaccionarán a ello, explica, así que el grupo debe liberarse de toda energía negativa. “Respiren, exhalen, suéltenlo”, les indica. “Ahora retiren su mano del caballo y den un paso hacia atrás”.

Anna*, una chica que se ha fugado de casa en repetidas ocasiones, se distrae y mira a otro lado; Ruby se muestra inquieta y la mira. “Anna, le diste la espalda a Ruby”, señala Deanna. Así que vuelven a empezar.

“Exhalen, den otro paso hacia atrás. Uno más”. Ahora Ruby mira a Trey, un chico de 16 años retraído, que falta a la escuela, quien se queja de que los maestros no lo respetan. “Trey, no estás tranquilo… ella te sigue mirando”, anota Deanna. “Libérate, exhala. Todos den un paso hacia atrás, otro más”.

Finalmente, Deanna le dice a la clase: “Ahora caminen de nuevo hacia la yegua. Piensen cómo van a controlar su energía y su respiración. Si se precipitan, se sentirá amenazada”.

Ya concentrados, los chicos se acercan a Ruby y ponen sus manos sobre ella, quien se queda quieta.

“Excelente trabajo”. 

Deanna reúne a los chicos y les pide sus impresiones. “¿Qué sucedió en esta ocasión?”.

Allan, joven alto y delgado de 14 años, cuya ira hacia su padre ausente se traduce en peleas con sus hermanos, dice: “Creamos confianza, respiramos profundo, nos calmamos, y así”. 

“¿Qué pasaría si cada vez que quisieras ser fastidioso con tu hermano, exhalaras y dieras un paso hacia atrás?”, pregunta Deanna. “Es mejor respirar, dejarlo pasar”.

Deanna, quien es tiene una certificación para dar equinoterapia, desarrolló el programa para la Oficina de Libertad Condicional y el Correccional del Condado de Dutchess, en Nueva York, Estados Unidos, “para ayudar a los chicos en situación de riesgo a darse cuenta de que son más que su pasado”, asegura ella. “Pueden aprender a comunicarse, a trabajar en equipo, a sentirse dignos, en lugar de solo ser identificados como ‘ese chico’”, agrega. “Cada uno encontrará sus propias fortalezas”.

Los caballos ayudan siendo ellos mismos: naturales, intuitivos, conscientes. “Todo se trata de intuición”, apunta Deanna. “Siempre están leyendo a los usuarios y su energía, y yo leo a los animales”. Cuando los jóvenes interactúan con los equinos, aprenden a concentrarse, respirar y asimilar el proceso para lidiar con un problema, comenta. “Una vez que el chico puede regularse a sí mismo, el caballo le muestra que no todo es tan malo”. 

“Hemos logrado grandes progresos”, afirma. “Solo vemos a los usuarios de 8 a 12 semanas, en contraste con los años de terapia que necesitarían; esto es increíblemente eficaz”.

Pero antes de que Deanna pudiera rescatar a los jóvenes, tuvo que rescatar a los animales.

En el precioso paisaje del Condado de Dutchess, al norte de la ciudad de Nueva York, se crían y entrenan caballos de carrera, doma de exhibición y rodeos. Aquellos que no dan el ancho son lastimados; los que ya son muy viejos son abandonados. En 2008, al darse cuenta de que el problema se agudizaba, Deanna transformó el lucrativo establo en el cual ofrecía hospedaje y entrenamiento equino en un santuario solidario llamado Lucky Orphans Horse Rescue.

Ahora tiene 53 ejemplares en su granja de 17 hectáreas. Algunos fueron confiscados por las autoridades. Whiskey era una yegua de cría para caballos de rodeo; sus cascos estaban partidos por la mitad. Cuervo, su potrillo, tenía gusanos bajo la piel y estaba desnutrido. Otros fueron recibidos en donación. Cuando el joven dueño de Ruby y Pom, un rocín, murió y sus padres no pudieron encontrarles un nuevo hogar, ella los acogió.

El amor de Deanna por estas criaturas surgió gracias a su abuelo. En la guerra de Corea, él convivió con los caballos que acarreaban la artillería. A su regreso, sufrió estrés postraumático, pero siempre encontró consuelo en los equinos, recuerda ella. “Él me dijo que los caballos daban paz”.

Salían a montar juntos cuando ella tenía 12 años. Tras enterarse de que padecía cáncer en etapa terminal, su abuelo le regaló un caballo pinto de cuatro años, al cual nombró Nitro. Había sido víctima de maltrato por parte de sus dueños anteriores, así que mordía y pateaba, comenta Deanna. En cierto punto, le pidió a su papá cambiarlo por uno que pudiera montar. “Mi padre se negó, me explicó que cada vida tiene valor y que no se intercambia una por otra”.

Nitro la acompañó 25 años. “Conservó esa personalidad hasta su última semana de vida”, asegura. “De alguna manera, él detonó todo esto”.

Un letrero enorme en la entrada de la granja les da la bienvenida a los visitantes y voluntarios. Hay un camino que lleva hasta el granero inferior y luego sube hacia el principal. Ahí conocí, un sábado de verano, a Tori Isaacson, de 21 años. Ella estaba retando a Copal, un enérgico caballo de carreras retirado que protestaba por su confinamiento. “Cuando correteas por ahí como un niño de un año y te lastimas la pierna, te la vendan y te quedas en casa”, lo amonesta; luego se dirige a mí: “Estará bien en un día o dos”.

Los animales están al aire libre a menos que haya una razón para confinarlos, según Tori, quien empezó como voluntaria a los 13 años y ahora es gerente del granero. Una vez completadas sus labores, me muestra los potreros. Las criaturas están una tras otra sobre los pajares o masticando el escaso pasto. 

En las vallas hay fotos y fichas técnicas de los equinos, entre ellos Ollie, un poni negro y café “con mucha personalidad y muy testarudo”. Tiene epilepsia por ingerir cloro; su dueño ponía tabletas para piscina en su abrevadero para evitar limpiarlo.

Como esta, hay decenas de historias tristes. El caballo más viejo es Rebel, de 35 años; cuando llegó estaba desnutrido y vivía en un pequeño corral con las gallinas. Charisma, una yegua con motas blancas y cafés, y su cría fueron rescatados junto con Whiskey y Cuervo. “Ese tipo los reproducía, robaba a los potrillos y jamás interactuaba con ellos”, me cuenta Tori. “Nunca les dio tratamiento para las patas, los dientes, ni nada. Así que aún tienen serios problemas de confianza”. Por ejemplo, a excepción de la cara, Charisma no deja que la toques.

“Dejamos que vivan su vida”, comenta. “Me gusta saber que son más felices. He visto cómo ha mejorado su comportamiento y cómo han ayudado a los chicos a aprender.”.

A los caballos que se pueden montar para impartir clases o que tienen el temperamento adecuado para brindar equinoterapia, se les asignan tareas. “Al parecer, eso les agrada”, afirma Tori; además, eso contribuye a a pagar los gastos: 7.000 dólares por cabeza al año; o 350.000 por todos los residentes.

Los fondos también llegan en forma de donaciones y subsidios. Cerca de 200 simpatizantes asistieron a un evento de recaudación de fondos en 2019, en el cual Marc Molinaro, alcalde de Dutchess, y Tom Sisson, director de Libertad Condicional, hablaron acerca del programa y del valor de la obra para la comunidad. Más tarde, Molinaro anunció que financiaría la actividad durante todo 2020.

Konner Johnson, de 17 años, padece autismo; sus padres estuvieron en el evento. Konner llegó al refugio a recibir clases de equitación cuando tenía diez años. “En ese entonces estaba muy perturbado; tenía muchos problemas de ira”, admite. A veces Konner ni siquiera quería salir del auto, pero los entrenadores trabajaron con él, y una vez que logró montar al caballo y controlarlo, todo cambió.

“El enojo se esfumaba cuando estaba sobre el caballo”, comenta Krystal, su madre. “Era increíble”.

Él trabajaba con Cody, una yegua Morgan roja que llegó a la granja en 2007 con las pezuñas tan descuidadas que se le habían enrollado hacia arriba como zapatos de duende. Los veterinarios recomendaban la eutanasia, pero Deanna la mantuvo en un compartimento y la sacó a pasear durante un año hasta que sanó. 

“Es realmente genial montar a un ser vivo que puede escucharte”, afirma Konner. Durante cinco años, él y Cody fueron un elemento fijo en la granja. Ahora, a punto de graduarse de la secundaria, el joven desea ir a la universidad y convertirse en desarrollador de videojuegos. “Creo que la yegua me ayudó a llegar hasta donde estoy”.

Para el último ejercicio de la mañana, Deanna lleva a los chicos a un pequeño rodeo al aire libre, donde Liam, un poni galés con motas grises entrenado como saltador, mordisquea la hierba. En esta ocasión, los jóvenes utilizarán su energía para lograr que él rodee la arena.

Irina se ofrece para comenzar, así que Deanna la envía al centro y le instruye caminar dentro de un círculo estrecho con un brazo extendido hacia Liam mientras agita el otro; eso hace que el poni la siga, trotando. La joven extiende el brazo, deja caer la mano y Liam la acaricia con su hocico.

Cuando es el turno de los otros chicos, no resulta ser tan sencillo. Allan teme que Liam lo pise. “Apunta hacia donde quieras que vaya”, le indica Deanna. “¡Piensa en cómo te sientes cuando tu papá te molesta! Toma todo ese enojo y dirígelo al caballo; ¡esa es tu energía!”.

Carter, de 18 años, está aquí por problemas de adicción. Agita la mano con desgano; por lo tanto, Liam lo ignora.

—No lo estás haciendo en serio; ¡el caballo lo percibe! —le grita Deanna.

—Me estoy enojando contigo, caballo —responde Carter.

Deanna lo anima: 

—¡Puedes maldecir! ¡Demonios! ¡Déjalo salir! ¡Enójate! —luego, ella exclama más fuerte—: ¡Maldito caballo! —y funciona; el griterío sobresalta a Liam, quien sale corriendo. Trey observa como si no quisiera estar allí—. Trey, ¡piensa en aquello que te enfurece! —le indica Deanna. 

Entonces, el chico vocifera y agita los brazos hacia Liam, moviéndolo a correr. ¡Es todo un éxito!

Al ver que Trey aún está molesto, Deanna le dice que se libere de todo, que exhale y se aleje de la situación. Mientras expulsa el aire, su rostro se relaja y Liam se acerca a que le acaricie el hocico. Es un momento decisivo.

“Se trata de ser consciente”, asegura Deanna. “Si podemos controlar [nuestra ira], sentir y pasar la página, los resultados llegan a ser sorprendentes”.

En el análisis grupal posterior, Deanna comenta: 

—Tomaron toda esa ira y la dirigieron a Liam. ¿Qué cambió?

Los chicos responden que se sintieron en calma, felices, orgullosos y tristes por dejar a Liam. 

—Cuando Liam se detuvo y se acercó a mí, me sentí muy especial —asegura Trey.

—Eso es impresionante. Logramos pasar de poco respetado a especial. ¿Cómo se siente esa transición? —agrega Deanna.

—Muy bien —contesta él.

—Trey, préstale atención a tu energía. Demuestra lo que sientes. No aparentes no estar en un lugar cuando sí lo estás —le sugiere. Luego se dirige al grupo entero—: Si pueden controlarse, pueden controlar todo lo demás: cómo los miran los demás, cómo los tratan. Trey controlará a todos en la escuela si se controla; también puede lograr que los maestros lo respeten.

Trey está progresando mucho. Dice que se ha prometido no faltar a la escuela y ha comenzado a abrirse más respecto a cómo se siente por la ausencia de su padre. Su mamá ha notado una nueva confianza en sí mismo. “Hay personas en las que puede confiar”, comenta ella. 

“Nunca hacemos que el usuario se sienta juzgado o que está mal”, afirma Deanna. Y el trabajo en equipo es notable. “No son los mismos chicos que al inicio. Antes no interactuaban”.

Hay un sitio muy tranquilo a orillas del bosque, llamado el Sendero de la Memoria, donde entierran a los equinos fallecidos. Nitro, el caballo de la infancia de Deanna, quien murió en 2018, está ahí. “Él me enseñó muchas cosas cuando era niña”, asevera ella. 

Las hojas están comenzando a cambiar de color en las laderas del bosque. En un mes la escena será hermosa: es un lugar en el que se puede respirar aire fresco, mimar a los caballos, caminar por los senderos y quizá encontrar un poco de esa paz de la que el abuelo de Deanna hablaba.

“Que tengas un buen año en la universidad”, le desea ella a una voluntaria que pasó a despedirse. Esta chica empezó como voluntaria cuando tenía seis años y ahora tiene 22. 

“El amor florece en este lugar”, agrega Deanna, “creo que se debe a que la nuestra es una misión pura”. 

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