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El juego de su vida

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Phiona Mutesi, de 14 años, vive en uno de los barrios más pobres del planeta, pero es inteligente y tiene una gran voluntad. ¿Cómo sorprendió al mundo del ajedrez?

La chica va en un vuelo a siberia con nueve compañeras de equipo, la mayoría mucho mayores que ella. Cuando ganó la partida que la puso en este avión, no se imaginaba que su triunfo la enviaría a la ciudad de Janti-Mansisk, en la lejana Rusia; ni siquiera sabía dónde se encuentra Rusia. Pero aquí está, atravesando el mundo con sus compatriotas, y aunque conoce a muchas de ellas desde hace algunos años, ellas no saben de dónde es ni adónde quiere llegar, porque Phiona Mutesi proviene de un lugar donde las muchachas no hablan de eso.

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La iglesia del Ágape de Katwe, un barrio pobre de Kampala, la capital de Uganda, podría derrumbarse en cualquier momento. Es una construcción que se mantiene en pie con tablas, cuerdas, algunos clavos y mucha fe. Una mañana de sábado de septiembre, 37 niños cuyas vidas son igualmente frágiles entran al templo a jugar un juego del que ninguno de ellos había oído hablar antes de conocer al entrenador Robert, un juego tan extraño que no hay palabra para él en luganda, su lengua materna: el ajedrez.

Cada niño se sienta junto a otro en un banco, con el tablero en medio de ambos. Cuando uno de ellos ya no puede mover sus piezas, frunce el ceño y se rinde haciendo caer el rey sobre el tablero. El entrenador Robert Katende está aquí, observando a los chicos, y cerca del púlpito está Phiona, una de las dos jóvenes del grupo. Hace malabares con tres partidas a la vez, y da jaque mate a sus contrincantes mientras dibuja una flor en el polvo del suelo con la punta del pie. Tiene 14 años, y su rostro serio no da indicio alguno de que al día siguiente va a viajar a Siberia para competir contra las mejores ajedrecistas del mundo.

La ceremonia inaugural de la Olimpíada de Ajedrez 2010 se celebra en una pista de hielo. Phiona jamás había visto hielo. También hay láseres, bailarines dentro de burbujas y personas disfrazadas como piezas de ajedrez. Phiona pregunta si esto ocurre aquí todas las noches, y le dicen que no; la pista normalmente se usa para partidos de hockey, conciertos musicales y funciones de circo. Phiona tampoco ha oído hablar nunca de esas cosas. Regresa al hotel, un edificio de 13 pisos, el más alto al que ha entrado en su vida. Mira por la ventana, sorprendida de que la gente en la calle se vea tan diminuta. Luego se da una ducha larga, como si quisiera sacarse de encima el olor de su barrio.

Phiona Mutesi es una marginada extrema: ser africano es ser un marginado en el mundo; ser ugandés, un marginado en África; ser de Katwe, un marginado en Kampala, y ser mujer, una marginada en Katwe. Esta chica se levanta todos los días a las 5 de la mañana, y hace una caminata de tres horas para llenar una jarra con agua potable; recorre tierras bajas que a menudo se inundan, tanto que muchos de los residentes duermen en hamacas cerca de sus techos para no ahogarse. Allí no hay alcantarillas; las moscas revolotean por todas partes, y el hedor es insoportable. Phiona pasa junto a ratas, perros y reses de cuernos largos. Las mujeres aquí son valoradas sólo por engendrar y cuidar niños: se calcula que el 50 por ciento de las adolescentes son madres. Se dice que quien nace en Katwe, muere en Katwe, por enfermedad, violencia o abandono. “El ajedrez es muy parecido a mi vida”, dice Phiona a través de un intérprete. “Si uno hace jugadas inteligentes, se puede mantener lejos del peligro, pero sabe que cualquier decisión equivocada podría ser la última”.

Ella y su familia viven en un cuarto de tres por tres metros, con una sola ventana. Una cortina cuelga de la puerta cuando está abierta, lo que ocurre siempre durante el sofocante día en este país de clima tropical. Las paredes están desnudas, salvo por algunos números teléfonicos garabateados en ellas. No hay teléfono. Dentro del cuarto hay dos jarras de agua, una cocina de carbón, una palangana, una tetera, platos, vasos, cepillos de dientes, una biblia y dos colchones mohosos, en los cuales duermen cinco personas: Phiona; su madre, Harriet; sus hermanos adolescentes, Brian y Richard, y su sobrina, Winnie, de seis años. Unas bolsas de sal, curry en polvo y hojas de té son la única provisión de comida.

En la Olimpíada participan más de 1.000 ajedrecistas de 150 países, y Phiona es una de las más jóvenes. Es la segunda integrante mejor clasificada del equipo ugandés, pero ya no va a jugar contra niños y se siente nerviosa. Su primera oponente, Dina Kagramanov, campeona nacional de Canadá, está compitiendo en su tercera Olimpíada. Tiene casi 24 años, y ha jugado ajedrez de alto nivel más tiempo del que Phiona ha vivido. Dina gana, pero se sorprende al saber que esta es la primera partida internacional de Phiona contra un adulto. “Razonar como lo hace ella a su edad es un don que le da potencial para la grandeza”, dice la canadiense.

Aunque tiene mala salud, Harriet a veces se ausenta por unos días para tratar de ganar dinero y comprar arroz y té para su familia. Se levanta a las 2 de la madrugada y camina cinco kilómetros para comprar paltas y berenjenas, que luego revende en un mercado callejero. Phiona se queda en casa a cuidar a sus hermanos. Una tarde, cuando apenas tenía nueve años pero ya había dejado de ir a la escuela porque su familia no podía pagarla, Phiona vio a su hermano Brian salir a la calle y lo siguió sigilosamente, con la esperanza de que la llevara hasta su primera comida del día. Lo vio entrar en la iglesia, sentarse en un banco y empezar a jugar con unos objetos blancos y negros. Phiona nunca había visto nada parecido a esas cosas, y pensó que eran bellas. Miró desde un rincón, fascinada por el juego y preguntándose si habría algo de comer. De repente, la descubrieron.
—Acércate, pequeña —le dijo el entrenador Robert—, no tengas miedo.

En Siberia, Phiona se concentra en el ajedrez, y sólo hace pausas para ir al hotel a disfrutar del buffet del restaurante. En las primeras comidas, Phiona se enferma por comer demasiado. El segundo día del torneo llega a la sede temprano, para explorar. Ve jugadoras vestidas con burkas, jóvenes de la India ataviadas con saris, y bolivianas con ponchos y bombines negros. Observa a una mujer iraquí que se arrodilla para orar mirando hacia La Meca. En la mitad de la partida contra Elai-ne Lin Yu-Tong, de Taiwán, Phiona comete un error táctico que le cuesta dos peones. Su rival también tiene una falla seria, pero Phiona no se da cuenta hasta que es demasiado tarde. A partir de ese momento mueve sus piezas con gesto triste, y pierde una partida que —supone— debía haber ganado. Corre al estacionamiento, sube sola a un ómnibus que la lleva al hotel, entra en su cuarto y llora amargamente, tendida en la cama. Esa noche, Robert hace todo lo que puede para consolarla. Es la primera ocasión que el ajedrez la ha llevado hasta las lágrimas. De hecho, Phiona ya no recuerda la última vez que lloró.

Robert Katende quedó huérfano en su niñez. Con el tiempo logró ganarse la vida jugando fútbol, a pesar de haber sufrido una lesión grave en la cabeza. En 2003, su entrenador le habló de un trabajo en la misión cristiana Sports Outreach Institute, y Robert, un cristiano renacido, descubrió su vocación. Lo enviaron a Katwe, donde empezó a invitar a niños a jugar al fútbol y merendar después de los partidos. Mientras buscaba una manera de atraer a más chicos, se le ocurrió usar un viejo tablero de ajedrez. “Tuve mis dudas”, admite. “Me pregunté si esos niños podrían aprender a jugarlo”. Después de la merienda, Robert empezó a enseñar ajedrez a seis chicos que llegaron a ser conocidos como “Los Pioneros”. Dos años después, tenía 25 alumnos. Fue entonces cuando vio a una niña descalza de nueve años en un rincón de la iglesia.

“La primera vez que vi un tablero de ajedrez, pensé: ¿Qué será eso, que tiene a todos esos chicos tan callados?”, recuerda Phiona. “Al verlos jugar, emocionarse y ponerse felices, deseé jugar también para ponerme tan contenta como ellos”.

Empezó a caminar seis kilómetros todos los días para ir a jugar ajedrez. La primera partida que ganó, luego de perder unas 50 veces, fue contra Joseph Asaba, un chico que ya la había vencido con una táctica llamada “mate del tonto”, una secuencia humillante para derrotar al rival en tan sólo cuatro jugadas. Una tarde Robert preparó a Phiona con una estrategia para atrapar a la reina de Joseph. Cuando Phiona le dio jaque mate, Joseph se puso a llorar porque había perdido contra una niña. Posteriormente, Robert presentó a Phiona a Ivan Mutesasira y Benjamin Mukumbya, dos de los mejores jugadores de la misión, quienes accedieron a darle clases especiales.

“Cuando conocí a Phiona, yo creía que las niñas no eran buenas para el ajedrez, pero vi que ella jugaba tan bien como un varón”, cuenta Ivan. “Le gusta atacar, y cuando juegas contra ella, sientes como si te empujara hacia atrás hasta que ya no puedes moverte”.

En Katwe corrió el rumor de que Robert, quien es de raza negra, pertenecía a una organización dirigida por personas blancas conocidas en Uganda como mzungu. La mamá de Phiona se alarmó al enterarse. “Mis vecinos me dijeron que si permitía que Phiona siguiera jugando, los mzungu se la llevarían”, dice Harriet. “Pero yo no podía darme el lujo de alimentarla. ¿Qué opción tenía?” Menos de un año después, Phiona ya era capaz de vencer a su entrenador. Robert supo entonces que era hora de que ella y los demás niños se enfrentaran a mejores contrincantes. Visitó escuelas privadas, donde los estudiantes se negaron a jugar con niños pobres. Pero Robert siguió buscando, hasta que Phiona cumplió 10 años y pudo jugar contra adolescentes vestidos con chaquetas de lujo, a quienes derrotaba una y otra vez. Después se enfrentó a jugadores universitarios, y también los venció.

La chica aprendió a base de mucha práctica, adiestrada por un entrenador que reconoció que ni siquiera se sabía todas las reglas del ajedrez cuando empezó su tarea. Phiona tiene éxito porque posee el preciado gen del ajedrez, que le permite visualizar por anticipado muchos movimientos en el tablero, y porque se concentra en el juego como si en ello le fuera la vida, lo que, en su caso, podría ser cierto. En las partidas de la Olimpíada, no es raro que transcurran 20 minutos sin que se haga una sola jugada. Phiona se ha enfrentado a dos rivales muy inquieta, y tiene miedo de cargar con más derrotas. A Robert le preocupa la crisis nerviosa de su alumna, y lamenta la decisión de la Federación de Ajedrez de Uganda de haberla designado la jugadora número 2 de su equipo, ya que tiene que jugar contra las mejores ajedrecistas. Su tercera partida es contra Mona Jaled, una gran maestra de Egipto. Animada por el ritmo veloz de su oponente, Phiona comienza a jugar de manera precipitada, lo que la hace cometer errores graves. Robert se alarma cuando su pupila se rinde, pero ella reconoce que ha sido vencida por una mejor jugadora.

Camina directamente hasta él y le dice: —Entrenador, algún día voy a ser una gran maestra.
La contrincante de Phiona en su cuarta partida, la angoleña Sonia Rosalina, la mira constantemente a los ojos, que al final del torneo describirá como los más penetrantes y temibles a los que se ha enfrentado. En un momento decisivo, Phiona juega con demasiada pasividad, no como suele hacerlo. Más de tres horas después, se rinde a regañadientes y admite que le faltó valor cuando más lo necesitaba. Se promete no permitir que eso vuelva a sucederle jamás.

Aunque Phiona ha vuelto a la escuela gracias a una beca de Sports Outreach, apenas está aprendiendo a leer y escribir. Además, se enfrenta a un peligro potencial que puede hacerle la vida aún más difícil: su madre está constantemente enferma y teme haber contraído el virus del sida, pero tiene miedo de hacerse la prueba. Phiona tampoco se la ha hecho. Dice que su sueño es construir una casa fuera de Katwe para su mamá. Cuando le preguntan a Harriet si su hija podrá escapar del barrio, contesta: “Nunca he pensado en eso”. Al pedirle a Robert que describa un plan realista para que Phiona pueda salir de Katwe, la única idea que se le ocurre es abrir una escuela de ajedrez donde sus muchachos ganen dinero enseñando el juego a los niños de familias ricas. Dice que confía en que Phiona pueda abrir un camino que la saque del barrio y que todos los niños la sigan. Para eso, tendrá que triunfar en un escenario mundial como ningún otro ugandés, hombre o mujer, lo ha conseguido nunca.

Janti-Mansisk es una ciudad fría y lúgubre. Phiona detesta el clima ruso, pero le encanta la habitación del hotel, el agua limpia, los tres alimentos diarios. Teme regresar a su país, ya que tendrá que volver a luchar para conseguir comida. Su rival en una de sus últimas partidas es la etíope Haregeweyn Abera, quien, al igual que ella, es una adolescente africana. De pronto, Phiona siente como si se encontrara en la iglesia del Ágape, y emprende una implacable ofensiva hasta que derriba al rey de su oponente y esta se da por vencida. Phiona intenta en vano contener su alegría por el triunfo; luego se levanta y sale al aire helado de Siberia. Esta chica infravalorada de un mundo menospreciado mira el cielo gris y profiere un grito de júbilo, lo suficientemente fuerte para sobresaltar a las jugadoras que aún permanecen dentro de la pista.

Tim Crothers es ex colaborador de la revista Sports Illustrated. Su libro sobre Phiona Mutesi, The Qween of Katwe (“La reina de Katwe”), se lanzó a la venta en octubre pasado. Desde la publicación original de este artículo, Phiona se convirtió en campeona nacional femenina de Uganda, y participó en la Olimpíada de Ajedrez 2012, en Estambul, Turquía.

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