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Dos hombres dan ejemplo al mundo de «espíritu deportivo»

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Competidores de países distintos, dos hombres le mostraron
al mundo el verdadero significado del espíritu deportivo.

Revisando el correo, una mañana en la primavera de 1987, en su cómoda casa a las afueras de Austin, Texas, Duncan McNaughton se encontró con la carta de la esposa de su viejo amigo Bob Van Osdel. Cuando sacó la nota del sobre y comenzó a leerla, la tristeza se apoderó de él. Bob, su amigo a lo largo de medio siglo, había muerto a los 77 años.

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Junto con la nota encontró un obituario del Times de Los Ángeles. Cuando Duncan, entonces de 76 años, leyó el encabezado —“olímpico troyano ofreció un caro consejo”— su pena se transformó en furia: se equivocan, pensó. Al sentarse a escribir una nota de condolencias para la esposa de Bob, su mente volvió a aquel día en el que dos hombres jóvenes se enfrentaron en una emocionantísima competencia de salto de altura y cimentaron una amistad que les duró toda la vida.

Era un 31 de julio, una tarde templada en Los Ángeles y el primer día completo de competencias de los Juegos Olímpicos de verano de 1932. Al llegar a la pista de salto en alto junto con otros 18 atletas nerviosos de 11 países distintos, Duncan y Bob intercambiaron un rápido y cordial saludo y cada uno se retiró a estirarse por su lado.
Por más de dos años, ambos habían formado parte del célebre Troyano, equipo de atletismo de la Universidad del Sur de California (USC, por sus siglas en inglés). Las tareas escolares les quitaban la mayoría de su tiempo, pero practicaban juntos dos o tres veces por semana y solían verse los fines de semana en diversas reuniones. Casi sin poder evitarlo, se habían vuelto amigos. Aunque practicaban el mismo deporte, tenían personalidades muy diferentes. Bob era un dedicado estudiante de odontología con lentes, originario de Long Beach, al sur de California, que dominaba las técnicas del salto de altura. Duncan era un apuesto y despreocupado estudiante de ciencias originario de Kelowna, Columbia Británica, en Canadá, un atleta nato que practicaba el salto de altura como el resto de los deportes, fácil y naturalmente.

DUNCAN SE CONFORMABA CON LOGRAR UN LUGAR ENTRE LOS FINALISTAS

En la secundaria, Duncan prefería el básquetbol al atletismo. Se inscribió a este último entre temporadas del primero y aprendió por sí solo la técnica del “rodillo costal” con un libro guía. Pronto se convirtió en una estrella que ganaba campeonatos de salto y carreras; de velocidad y de obstáculos. Quizás hubiera dejado el atletismo por el básquetbol si este no le hubiera valido una beca para la Universidad del Sur de California, donde encontró la tutela de Bob y fue admitido al equipo Troyano de salto de altura. Bob le ayudó a perfeccionar la revolucionaria mecánica del rodillo costal. El competidor fija al suelo su pie más cercano a la barra mientras alcanza su punto de despegue y entonces patea fuerte hacia arriba con la otra pierna para elevar su cadera. La patada, un impulso hacia arriba con la pierna exterior que levanta a todo el cuerpo, es el corazón de un salto exitoso. Tras librar la barra, con su costado paralelo a ella, el atleta gira, de tal manera que está viendo hacia abajo cuando aterriza en el pozo. Al acercarse las olimpiadas de 1932, los oficiales canadienses rápido se dieron cuenta que podían añadir a Duncan, entonces de 21 años, a su equipo a un bajo costo, una consideración importante, ya que la Depresión comenzaba a morder. Aunque su mejoría había sido constante, Duncan aún perdía ante Bob tres de cuatro veces en las competencias a bajo nivel, y el larguirucho canadiense no se hacía ilusiones sobre su posición en el universo del salto de altura. Las alturas que había estado saltando ese año sugerían un sexto o séptimo lugar mundial, muy por debajo, no solo de su amigo, sino de otros miembros del equipo estadounidense. Con algo de suerte, pensó, podría alcanzar los cuatro primeros lugares en las olimpiadas. Pero solo apenas. El récord olímpico de salto de altura, establecido en 1924, era de 1,98 metros. Duncan nunca había saltado más de 1,94 metros; Bob, por otro lado, había saltado más de dos. 

El 31 de julio—el día de la inauguración— llegó de pronto. Ninguno de los dos había competido ante una multitud tan grande como las cerca de 100.000 personas que veloces llenaban los asientos del recién expandido coliseo de Los Ángeles y ambos hacían todo en su poder para controlar los nervios. Duncan fijó su atención en un área frente al atril del salto de altura, estudiando el estado suave, casi esponjoso, de la pista mientras calculaba la distancia a la barra. No te resbales, pensó, mientras trazaba mentalmente su carrera, la patada que lo lanzaría hacia arriba y el giro que haría en las alturas para librarla. Mientras los oficiales instalaban la barra de rayas blancas y negras para el primer salto de la tarde, Duncan se quitó su buzo de entrenamiento, miró su camiseta con la hoja de maple canadiense encima del número 73 y trazó otro dibujo mental de su primer salto, que ahora estaba a solo momentos. Del lado opuesto, a la izquierda del atril, Bob se estiraba, ajustaba sus gafas y se concentraba igual que él. De los dos, el joven de 22 años era el claro favorito.

La barra fue colocada aproximadamente a 1,8 metros poco después de las 2:30 de la tarde y un oficial le dio la señal a Duncan de que hiciera su primer intento. Fijó la mirada en la barra 15 metros delante de él. Todo ocurrió como lo había visualizado. Al llegar a su punto de despegue, plantó su pie derecho, pateó con el izquierdo y voló por encima. Al aterrizar en la arcilla del otro lado, se sintió a sí mismo relajarse. Conforme avanzaba la tarde, la barra oficial de rayas blancas y negras se arrastraba inexorablemente hacia arriba, y el grupo de 20 atletas comenzó a reducirse. Dunc, como todos llamaban a McNaughton, prefería las concurrencias grandes y su desempeño solía mejorar entre más aumentaba el riesgo.

Pero el competidor delante de él, que sacaba una cinta adhesiva antes de cada intento para volver a medir la distancia de su carrera al atril, lo ponía nervioso. Pero ahora, hasta esa irritación menor había desaparecido; el atleta había hecho volar a la barra y quedó descalificado, así como otra amenaza potencial, el norteamericano George Spitz, el favorito tras haber saltado más de dos metros en cinco ocasiones distintas a lo largo del año. Pero Spitz se había resbalado en el área suave de despegue en la base del salto olímpico y fue descalificado a los 1,85 metros. Sin embargo, Bob, su amigo, estaba teniendo un buen día, volando por encima de la barra una y otra vez con el estilo y la confianza de un campeón. Avanzada la tarde, la esperanza de Duncan de alcanzar los cuatro primeros lugares se había materializado. El grupo de competidores se redujo a un estudiante de preparatoria de Los Ángeles llamado Cornelius Johnson, Simeón Toribio de Filipinas, Bob y Duncan.

La barra se elevó a los 2,007 metros. Los cuatro fallaron. Un murmullo expectante se extendió por las gradas y flotó por encima del campo de atletismo en el estático aire veraniego. Cuando bajaron la barra, Duncan y Bob lograron saltarla; el filipino Toribio y Johnson no. Los amigos se enfrentarían por el oro. Con todas las miradas puestas en el salto de altura, rápidamente los oficiales suspendieron el resto de las competencias en el enorme estadio. Una multitud atenta preparó sus nervios para la confrontación.

Hasta entonces, Bob había probado ser el mejor saltarín. Pero, conforme avanzaba la larga tarde, con ambos lanzándose por encima de la barra una y otra vez, Duncan descubrió que tenía una inesperada ventaja sobre su amigo. En la adolescencia se había dedicado a empacar el equipo de su padre, un ingeniero civil. Arrastrar toda esa pólvora, leña, y equipo por las crestas de las montañas y descensos a los valles, había resultado ser el entrenamiento ideal para un aspirante del salto de altura al mejorar su resistencia y fortalecer sus piernas. Eran casi las seis, habían estado saltando por aproximadamente tres horas: Duncan del lado derecho, Bob del izquierdo. Ambos lograban algunos intentos y fracasaban en otros, pero nunca en una secuencia que le significara la victoria a ninguno. Relajados y sueltos, sin percatarse de los intermitentes rugidos de la vasta concurrencia, comenzaban a sentirse cada vez menos como rivales en un importante encuentro olímpico y más como dos amigos en una de las sesiones diarias de práctica. Pero al transcurrir el tiempo, la tan prolongada competencia parecía estar cansándolos a ambos. Bob, acostumbrado a ver a su amigable acólito con ojo crítico, se retorció cuando, en su salto más reciente, el canadiense golpeó la barra, tirándola. Mientras Duncan se preparaba para otro intento, Bob se le acercó. “Dunc”, le dijo, “tienes que mejorar tu patada. Si lo haces, lograrás el salto”. Bob perdería si Duncan lo lograba, pero no lo pensó dos veces. Duncan no se había percatado que su patada tenía un defecto. Ahora que lo sabía, se concentró en ella. Se agachó, fijando su atención en la barra. Entonces comenzó su carrera, se acercó veloz a su punto de despegue. Plantó su pie derecho y pateó como nunca había pateado. Explotó hacia los aires, sus brazos extendidos como alas, y en un momento suspendido, inolvidable, se separó de la tierra y pasó por encima de la barra. Entonces fue el intento de Bob, quien se llevó la barra consigo al pozo. Duncan había ganado la medalla de oro con un primer salto de 1,97 metros. Su reacción no fue un destello de euforia o una explosión triunfal, sino una sorpresa. ¿Qué pasó? Se preguntó a sí mismo cuando el estadio explotó en vitoreos. Su cansado amigo y rival temporal, Bob, estaba a su lado, sonriendo un generoso gesto de “bien hecho” Entonces, un exuberante australiano lo felicitó por “derrotar sin tregua a los gringos”, y Duncan volvió a la tierra, horrorizado. El australiano se refería a sus compañeros de equipo. Y, además, el consejo de Bob de último minuto le había otorgado la victoria. Fue un gesto abnegado, y con él, Bob había expresado los ideales olímpicos más altos. Desde ese día, la amistad de Bob y Duncan perduró. Bob se graduó de odontología de USC en 1934, y el mismo año Duncan consiguió una maestría en ciencias del Instituto Tecnológico de California. Luego, la Segunda Guerra Mundial los alcanzó a ambos. Duncan se enlistó en la Fuerza Aérea Real Canadiense y voló 57 misiones piloteando un bombardero Lancaster, haciéndose acreedor a la Distinguida Cruz de Vuelo. Después de la guerra, completó un doctorado en USC y se convirtió en un exitoso asesor en el negocio de la explotación petrolera y de gas. A través de todo, el vínculo con Bob permaneció sólido. Bob sirvió en el Cuerpo Dental de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, y cuando regresó, se mudó a Los Ángeles, donde se convirtió en el dentista de Duncan y el padrino de su hija mayor. Y cuando la medalla de oro de Duncan fue robada de su auto en una mudanza, Bob le mandó a hacer una nueva usando su propia medalla de plata de segundo lugar como molde. Después de enterarse de la muerte de Bob, Duncan recordó el espíritu deportivo de su amigo como un gran momento en la historia de las olimpiadas. “Quizá gané ese día”, dijo, “pero Bob Van Osdel demostró de qué están hechos los campeones”. Aún más importante que cualquier medalla, que cualquier victoria, fue el gesto de un amigo. Duncan McNaughton murió el 15 de enero, de 1998, a los 87 años.

Este artículo apareció originalmente en el número de Agosto de 1996 de la revista Reader’s Digest.

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