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Un esfuerzo que rindió sus frutos

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La historia de un hombre que logró tener su propio astillero a pesar de todos los obstáculos que la vida le puso.

NO FUE FÁCIL LA VIDA PARA FEDERICO Contessi. A solo cuarenta días de su nacimiento, se quedó prácticamente sin papá. Debido a la avanzada del ejército alemán en tierras italianas, Domingo, su padre, tuvo que viajar a América para buscar mejores oportunidades de las que había tenido en San Benedetto del Tronto, una localidad balnearia situada sobre el mar Adriático, donde vivía junto a su esposa y sus tres hijos.

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En un principio, la idea de Domingo era establecerse en la Argentina y luego mandar a buscar a su familia, pero la crisis económica de 1930 y la parálisis generada por la Segunda Guerra Mundial lo dejaron varado en el continente americano.

A medida que crecía, Federico solo podía imaginar cómo era su padre por las cosas que le contaba su madre, Felisia. Así fue que el chico creció con la obsesión de conocer a su padre. “Mantuve esa ilusión muchos años, incluso casi pierdo las esperanzas cuando las bombas que los alemanes tiraban sobre el pueblo explotaron a metros de donde estaba.

Recuerdo que encontramos una cueva y allí nos metimos, me arrodillé, me tapé la cabeza con las manos; supliqué poder estar al menos una sola vez junto con mi papá”.

Durante el tiempo de ausencia de Domingo, Felisia se tuvo que poner al hombro a su familia. Hizo de todo para poder dar de comer a sus tres hijos: amasó fideos, tejió en telar y colocó inyecciones. Ese temple fue un buen ejemplo para Federico, el más pequeño de todos, quien desarrolló pasión por el trabajo, inusual para un chico de su edad.

Con apenas cinco años se la pasaba jugando a ser carpintero y usaba cómo podía las herramientas que su tío Bruni, trabajador naval, guardaba celosamente en un baúl. Un día Bruni lo descubrió. “Se preguntaba por qué estaban gastadas sus herramientas, investigó y me pescó —recuerda Federico con la picardía de entonces que aún se percibe en el relato—; no se enojó sino que decidió llevarme al astillero donde él trabajaba para que aprendiera el oficio. Desde aquel momento, nunca más me alejé de ese lugar”.


Federico no conocía a su padre. Sólo sabía de él por las cosas que su madre le contaba.


Y continúa: “Hacía algo básico como sostener con los dedos el hilo para nivelar las construcciones con el suelo, pero así empecé; de ahí a enderezar clavos y después, terminé reparando barcos”, recuerda Federico.

EN AGOSTO DE 1947, FEDERICO y su familia viajaron a América luego del término de la guerra y con el inicio de la reconstrucción de Europa. Quince años tuvo que esperar para que el reencuentro familiar se concretara. Por fin lograría conocer a su padre, una esperanza que había alimentado desde su nacimiento.

Llegaron al puerto de Buenos Aires. “Mi papá nos estaba esperando y yo no podía creer la emoción que me invadía. Nos abrazamos durante largo tiempo, ninguno de nosotros quería despegarse del otro”, recuerda Federico.

Ya todos los pasajeros del barco se habían ido, pero la familia Contessi permanecía en el lugar hablando y recordando anécdotas. “Hasta que se produjo una rara situación: a unos metros de distancia, el único espectador de ese momento se arrimó y le ofreció a mi padre adoptar a uno de sus hijos. Mi papá casi lo mata. ‘¡¿A usted le parece que se los voy a dar? Hace 15 años que no los veo!’, le dijo.”

Horas más tarde fueron a la terminal de ómnibus para viajar a Mar del Plata, ciudad en la que Domingo trabajaba como pescador. “Tanto, tanto anhelé conocer a mi padre cuando no lo tuve, que me hice la promesa de jamás enfrentarlo, jamás discutirle nada”.

Pero aquella promesa flaqueó cuando su papá lo quiso llevar a pescar con él, algo que sus hermanos habían logrado evitar. “Por primera vez en mi vida me sentí inútil, me descomponía, no soportaba estar embarcado”, recuerda.

Era tierra firme lo que necesitaba para trabajar como él sabía. El alivio llegó cuando Domingo probó llevarlo a un taller naval de su amigo Laureno Bermúdez: “Te dejo al pibe”, le avisó.

EL ÚNICO TRABAJO QUE LE ENCOMENDÓ a Federico, de entonces 16 años, era el de barrer el taller. Él quería trabajar en algo más útil, con herramientas, pero no había caso. “Me sentía un inservible y pretendía hacer más pero no sabía cómo decirlo.

Terminaba rápido y pedía más tareas, pero cómo yo no sabía ni una palabra en español, nadie me entendía nada”, comenta.

Con los años de trabajo, Federico se ganó el respeto y cariño de Bermúdez e incluso a esta altura ya hacía tareas más calificadas. Pero el dueño del taller lo iba a poner a prueba: no le pagó el sueldo durante seis meses. Bermúdez quería que Federico se independizara y utilizó el sueldo de su empleado para presionarlo.

Finalmente, Federico tomó la difícil decisión de abrirse camino solo. Con 20 años e invirtiendo todos sus ahorros, el joven empezó con algunas reparaciones navales en su pequeña constructora Astillero “La Juventud”.

Este astillero estaba alejado del mar, lo que dificultaba el traslado de las embarcaciones hasta el mar. Pero tiempo más tarde, Contessi consiguió un nuevo predio en la costa.
Para aquella época, la empresa de Federico crecía sin parar y había construido 19 barcos.


Quince años pasaron para que Federico se reencontrara con su padre.


LA PROSPERIDAD PARECÍA ASOMARSE a la vida de Federico: construía y arreglaba cada vez más barcos pero en 1974 debió soportar una nueva dura prueba.

Un incendo terrible destruyó por completo las instalaciones del astillero y esfumó así su sueño. En un par de horas, el fuego devoró veinte años de esfuerzo. “No quedó nada de lo que habíamos construido durante toda una vida —se lamenta—. Me metí varias veces en el astillero para tratar de salvar las herramientas pero no pude, todo se incendió muy rápido y me quedé sin nada. Fue tal mi desesperación que algunos pensaron que yo me quería suicidar adentro del taller”.

Sin embargo, lo ocurrido no derrotó completamente el ánimo de Contessi, sino todo lo contrario. “Ni tiempo le di a los peritos de Prefectura para que encontraran las causas del incendio. En seguida me puse a hacer, para mí esta tragedia representó un nuevo desafío y así lo tomé, no había tiempo que perder”.

Al día siguiente de la tragedia, un domingo a las cinco de la mañana, Federico ya había armado una nueva casilla para refugiarse mientras reconstruía el astillero. “Encima en aquel tiempo, el país estaba mal económicamente y eso complicó mucho más pero pensé: si Dios me sacó el astillero, debe querer ver hasta dónde puedo llegar”.

El ímpetu y la tenacidad de Federico le permitieron reconstruir todo en tiempo récord: en solo tres años el astillero volvió a botar un barco propio. El nuevo taller era más moderno y permitía trabajar en hasta cinco buques pesqueros a la vez.

A LOS 76 AÑOS, FEDERICO CONTESSI sigue levantándose a las cinco de la mañana, asegura que le gusta estar en el taller, con su mameluco puesto, antes que sus empleados.

Hoy Federico ocupa un lugar privilegiado en el puerto de Mar del Plata donde construyó más de cien buques pesqueros de toda clase.

El hombre parece no olvidar las dificultades del pasado y buscó una manera de superarlas: en 1970 viajó a Italia, luego de 23 años sin vacaciones, y lo primero que hizo fue visitar la cueva que lo salvó de una muerte segura en medio de la guerra.

El hombre no quiere desaprovechar el legado que le dejaron tanto su madre como su padre (fallecido en 1975), y se lo quiere pasar a sus tres hijas y su hijo, quienes trabajan en el astillero. “Quiero que ellos tengan la posibilidad de sentir la misma pasión que sentí yo cuando era chico”, resume.

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