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Síndrome de envejecimiento prematuro en primera persona

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¿Es posible que una enfermedad poco frecuente, que hace que el cuerpo humano envejezca a una alta velocidad, nos ayude a encontrar una forma de envejecer más lento… o incluso de dejar de envejecer?

El hombre que envejece demasiado rápido

Nobuaki Nagashima tenía alrededor de 25 años cuando empezó a sentir que se le derrumbaba el cuerpo. Él vivía en Hokkaido, la prefectura más al norte de Japón, donde había sido miembro del ejército durante 12 años, período en el cual practicaba rigurosos ejercicios de entrenamiento en plena nieve. Fue sucediendo poco a poco: cataratas a los 25, dolor de cadera a los 28, problemas en la piel de la pierna a los 30.

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A los 33, le diagnosticaron síndrome de Werner, una enfermedad que hace que el cuerpo envejezca demasiado rápido. Entre otras cosas, se manifiesta en arrugas, descenso de peso, encanecimiento y pérdida de cabello. También se sabe que produce endurecimiento de las arterias, insuficiencia cardíaca, diabetes y cáncer.

Conozco a Nagashima bajo la luz blanca de una habitación del Chiba University Hospital, unos 40 kilómetros al oeste de Tokio. Tiene una gorra gris de canillita sobre la cabeza pelada, que está cubierta con manchas de la edad. Sus cejas son tan finitas como dos hilos. Unos anteojos de marco negro le sirven de ayuda a su vista deteriorada; la articulación de las caderas —reemplazada por una artificial debido a la artritis— le duele al ponerse de pie para cruzar la habitación lentamente. Esas dolencias son las que uno espera observar en una persona de 80 años. Pero Nagashima tiene apenas 43.

Me cuenta que se interna y se va de alta del hospital una y otra vez desde que lo diagnosticaron, y que, por culpa de su deteriorada salud, debió abandonar el ejército. Nagashima tuvo cinco o seis cirugías, desde los dedos de los pies hasta las caderas y los ojos, para tratar dolencias relacionadas con la edad. Bajó 15 kilos desde que lo diagnosticaron por primera vez. Debe usar bastón para caminar una distancia superior a unos pocos metros y tiene un trabajo temporal en la municipalidad; va a la oficina cuando el cuerpo se lo permite, pero trabaja desde su casa cuando no puede salir. 

Recuerda que manejó llorando a su casa tras recibir el diagnóstico. Cuando les contó a sus padres, su madre le pidió perdón por no haber tenido un hijo más fuerte. Pero su padre le dijo que, si era capaz de resistir esta enfermedad, eso significaba que sí era fuerte, y tal vez los científicos pudieran aprender de él y obtener conocimientos que ayudaran a los demás.

Aparte de recibir los cromosomas X e Y, que determinan el sexo, heredamos dos copias de cada gen en nuestro organismo: una de nuestra madre y una de nuestro padre. El síndrome de Werner es lo que se llama una enfermedad autosómica recesiva, lo que significa que solo se manifiesta cuando una persona hereda de ambos padres una versión mutada de un gen llamado WRN.

Los padres de Nagashima están envejeciendo a una velocidad normal. Cada uno tiene una copia funcional del WRN, así que su organismo no manifiesta ningún síntoma de la enfermedad. Pero Nagashima tuvo la mala suerte de recibir dos copias mutadas del WRN. Sus abuelos siguen vivos y están tan bien como se puede esperar de una pareja de 90 años; la familia no tiene conocimiento de otros casos de Werner en el árbol genealógico.

El WRN se descubrió recién en 1996, y hasta 2008 había solo 1.487 casos documentados en todo el mundo, 1.128 de los cuales eran de Japón.

Si bien puede parecer una enfermedad exclusivamente japonesa, George Martin, codirector del Registro Internacional del Síndrome de Werner en la Universidad de Washington, cree que la cantidad real de casos en todo el mundo es siete veces mayor a los números de los que se tiene registro en la actualidad. Él dice que la mayoría de los casos en todo el mundo no llega a recibir atención médica ni a registrarse.

Él le atribuye el desbalance que hay en la gran cantidad de casos japoneses a dos factores. En primer lugar, las montañas y las islas del paisaje japonés, y el efecto de aislamiento que ejercieron en su población a lo largo de la historia, lo que significa que era más probable que las personas tuvieran hijos con alguien similar en términos genéticos. Un efecto semejante se observa en la isla italiana de Cerdeña, que también tiene un subgrupo de casos de Werner. En segundo lugar, la llamativa naturaleza de la enfermedad y la mayor frecuencia con la que aparece en Japón (afecta a uno en un millón a nivel mundial, pero a uno cada 100.000 en Japón) implica que el sistema médico japonés está más alerta que la mayoría cuando aparece el síndrome de Werner.

AL ESTE DE TOKIO, EN EL CHIBA UNIVERSITY HOSPITAL, se encuentran los registros de 269 pacientes con diagnóstico clínico, 116 de los cuales siguen vivos. Uno de ellos es Sachi Suga, quien solo puede desplazarse en silla de ruedas. Tiene los músculos tan debilitados que ya no es capaz de sumergirse en el ofuro, una bañera profunda de agua muy caliente, ni de salir de allí. Suga preparaba el desayuno para ella y su esposo, pero ahora ya no puede quedarse de pie cerca de las hornallas más de uno o dos minutos, por lo que recurrió a la sopa de miso, más rápida de preparar: la deja lista la noche anterior y su esposo la toma antes de irse al trabajo, a las 5:30 de la madrugada.

De aspecto debilucho y con peluca de cabello negro corto, Suga tiene muñecas diminutas y habla con un susurro ronco y gutural. Me cuenta sobre la persona que va tres veces por semana a su casa a asistirla para que se vende las piernas, cubiertas de úlceras. Ella padece un terrible dolor de espalda y de piernas. Sin embargo, hay algo positivo: la mujer de 64 años superó por mucho la expectativa de vida promedio de las personas con síndrome de Werner: alrededor de 55 años.

Solo unas pocas personas con Werner asisten hoy en día a Chiba. Hace poco, organizaron un grupo de apoyo. “Una vez que empezamos a conversar, me olvido por completo del dolor”, dice Suga. Nagashima cuenta que las reuniones suelen terminar con la misma pregunta: “¿Por qué tengo esta enfermedad?”.

Si uno desenredara los 23 pares de cromosomas de una de nuestras células, terminaría con unos dos metros de ADN. Ese ADN está plegado en un espacio de una diezmilésima parte de dicha distancia; el compactamiento ocurre gracias a la ayuda de unas proteínas llamadas histonas.

El ADN y las histonas que lo compactan pueden adquirir marcas químicas. Dichas marcas no cambian los genes subyacentes, pero tienen la capacidad de silenciar o ampliar la actividad de los genes. La formación de esas marcas parece influida por nuestras experiencias y nuestro entorno, como respuesta al tabaquismo o al estrés, por ejemplo. Algunas parecen libradas al mero azar, o el resultado de una mutación, como sucede con el cáncer. Los científicos llaman a este paisaje de marcas epigenoma. No sabemos con precisión por qué nuestras células agregan estas marcas epigenéticas, pero algunas parecen vincularse con el envejecimiento.

Steve Horvath, profesor de genética humana y bioestadística en la Universidad de California, Los Ángeles, usó una clase de ellas, llamadas marcas de metilación, para crear un “reloj epigenético” que mira más allá de los signos externos del envejecimiento, como las arrugas o las canas, para medir con mayor exactitud la edad biológica de las personas. Esas marcas pueden medirse en la sangre, la orina o en muestras de tejido de algún órgano o de la piel.

El equipo del profesor Horvath analizó las células sanguíneas de 18 personas con síndrome de Werner. Fue como si las marcas de metilación se produjeran en cámara rápida: las células tenían una edad epigenética mucho mayor que las de un grupo sin Werner.

La información genética de Nagashima y Suga está contenida en bases de datos y registros que les brindan a los investigadores conocimiento sobre la forma en la que trabajan nuestros genes, cómo interactúan con el epigenoma y cómo se relaciona eso con el envejecimiento en general.

LOS CIENTÍFICOS AHORA ENTIENDEN QUE EL WRN es clave para el funcionamiento de toda la célula, al leer, copiar, desenredar y reparar. La disrupción del WRN conduce a una inestabilidad extendida por todo el genoma. “La integridad del ADN se altera, y se producen más mutaciones… más supresiones y aberraciones. Esto ocurre en todas las células”, explica Martin. “Se eliminan y se reacomodan grandes piezas”. Las anormalidades no se encuentran solo en el ADN, sino también en las marcas epigenéticas que lo rodean.

La pregunta del millón es si estas marcas son huellas de enfermedades y envejecimiento, o si estas marcas provocan enfermedades y envejecimiento, y, a la larga, la muerte. Y en caso de que las marcas fueran la causa, ¿modificar o quitar las marcas epigenéticas podría prevenir o revertir alguna parte del envejecimiento o alguna enfermedad relacionada con la edad?

Sabemos bastante poco sobre los procesos por los cuales las marcas epigenéticas se agregan y por qué lo hacen. Horvath considera las marcas de metilación como la cara externa de un reloj y no necesariamente como el mecanismo por medio del cual se mueven las agujas. Los engranajes pueden estar indicados por pistas como el gen WRN, y otros investigadores están averiguando más datos que van más allá de la superficie.

En 2006 y 2007, el investigador japonés Shinya Yamanaka publicó dos estudios que revelaron que colocar cuatro genes específicos —ahora llamados factores de Yamanaka— en cualquier célula adulta podía hacer que volviera a un estado anterior, embrionario, como una célula madre, a partir del cual podía transformarse en cualquier otro tipo de célula. Este método, que le valió el Premio Nobel a Yamanaka, se convirtió en el puntapié inicial de los estudios sobre las células madre. Pero lo que hizo que esta investigación fuera más interesante aún es que reseteó por completo la edad epigenética de las células a un estadio prenatal, al borrar las marcas epigenéticas.

Los investigadores replicaron los experimentos de Yamanaka en ratones con una enfermedad llamada síndrome de Hutchinson-Gilford, también conocida como progeria, cuyos síntomas son similares a los de Werner, pero que solo afecta a los niños (Werner a veces se llama progeria del adulto). Lo llamativo fue que los ratones rejuvenecieron por un breve tiempo, pero murieron a los pocos días. Reprogramar las células por completo también provocó cáncer y la pérdida de la capacidad de funcionar de las células.

Luego, en 2016, los científicos del Instituto Salk, en California, diseñaron una forma de rebobinar parcialmente las células de ratones con progeria con una dosis más baja de los factores de Yamanaka durante un período más corto. El envejecimiento prematuro se redujo en esos ratones. No solo tenían un aspecto más juvenil y saludable que los ratones con progeria que no habían recibido el tratamiento, sino que sus células presentaban menos marcas epigenéticas. Es más: vivieron un 30 por ciento más que los ratones que no habían recibido tratamiento. Cuando los investigadores aplicaron el mismo tratamiento a los ratones que envejecían normalmente, los páncreas y músculos de los roedores rejuvenecieron.

Los mismos científicos también están utilizando tecnología para modificar los genes en los ratones, a fin de añadir o eliminar otras marcas epigenéticas y ver qué sucede. También están tratando de modificar las proteínas histonas para comprobar si pueden alterar la actividad de los genes. Algunas de estas técnicas ya arrojaron resultados para revertir la diabetes, la enfermedad renal y la distrofia muscular en los ratones.

El equipo ahora está probando experimentos similares en roedores para ver si es posible reducir los síntomas de la artritis y de la enfermedad de Parkinson.

La gran pregunta sin responder es: ¿la desaparición de las marcas epigenéticas se relaciona con la inversión del desarrollo de las células y, posiblemente, con el envejecimiento de la célula, o es un efecto colateral no relacionado? Los científicos siguen tratando de comprender cómo se relacionan los cambios en las marcas epigenéticas con el envejecimiento, y cómo los factores de Yamanaka son capaces de revertir las enfermedades relacionadas con la edad.

Horvath sostiene que el envejecimiento tiene claros elementos en común en muchas regiones del cuerpo. El envejecimiento epigenético del cerebro es similar al del hígado o los riñones: todos presentan patrones similares de marcas de metilación. Cuando se enfoca desde la perspectiva de esas marcas, explica, “el proceso de envejecimiento es bastante sencillo, porque puede reproducirse en diferentes órganos”.

Existe una fiebre en torno a la idea de resetear o reprogramar el reloj epigenético, me cuenta Horvath. Él ve un gran potencial en todo eso, pero dice que tiene la sensación de que se parece a la fiebre del oro: “Todos tienen una pala en la mano”.

Jamie Hackett, biólogo molecular del Laboratorio Europeo de Biología Molecular en Roma, indica que el entusiasmo se debe a la idea de que uno puede tener influencia sobre sus genes.

DE REGRESO EN LA HABITACIÓN DEL HOSPITAL DE CHIBA, Nagashima se saca una de sus zapatillas de caña alta, a las que acondicionó con plantillas acolchadas para que caminar sea más soportable.

Me cuenta sobre su exnovia. Querían casarse. Ella se mostró comprensiva después del diagnóstico y hasta se sometió a un examen genético para asegurarse de que no les transmitirían la enfermedad a sus hijos. Pero los padres de ella no aprobaron la boda. Y la relación llegó a su fin.

Ahora tiene una nueva novia. Él quiere convertirla en su compañera de vida, pero, para hacerlo, debe reunir el coraje para pedirles permiso a los padres.

Nagashima se quita una media marrón y deja al descubierto una venda blanca enrollada alrededor de la planta del pie y el tobillo, hinchado. Debajo, la piel está en carne viva y revela úlceras rojas provocadas por la enfermedad. “Itai”, dice. Duele. Luego, sonríe. “Gambatte”, dice. Resistiré. 

Editado de mosaic (21 de mayo de 2019) © 2019 mosaicscience.com

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