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Atacada por dos leones

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Amante de los animales durante toda la vida, esta joven había soñado con estar cerca de los grandes felinos. Pero no de esa manera…

El lunes 1º de julio de 2013, Lauren Fagen se despertó muy temprano, a la hora en que el sol apenas asomaba por el horizonte. Esta menuda joven de 18 años había llegado como voluntaria al Centro de Rehabilitación de Fauna Silvestre Moholoholo, en el noreste de Sudáfrica hacía dos semanas para pasar tiempo con los animales a los que amaba desde que era chica. Nacida y criada en la ciudad de Montreal, Canadá, siempre había sentido fascinación por los felinos salvajes, en particular por uno de ellos: el majestuoso león. No tenía idea de lo cerca que iba a estar de estos “gatos” ese mismo día… 

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Cuando Lauren era pequeña, sus padres se negaban a dejarla adoptar una mascota, así que ella pasaba largos ratos en las casas de sus amigos y vecinos que tenían perros y gatos para poder acariciar y cuidar a los animales. En junio de 2013, tres meses antes de que se dispusiera a empezar una licenciatura en la Universidad McGill de Montreal —algo que había esperado con anhelo—, no lograba quitarse de la cabeza la idea de que no había explorado plenamente su conexión con los animales. 

La joven habló sobre este tema con su madre, Alana Isrealoff, y a través de una búsqueda en Internet descubrió el Centro Moholoholo. Se llenó de emoción cuando Alana le dijo que le permitía gastar una parte del dinero para su educación en una estancia de un mes en ese centro. 

Lauren nunca había viajado sola al extranjero, así que bajar de la avioneta que la llevó al pueblo de Hoedspruit fue un momento inolvidable para ella. Mientras contemplaba las enormes llanuras que se extendían a su alrededor, pensó: “Pase lo que pase este mes, sé que volveré a casa convertida en una persona diferente.” 

En el Centro Moholoholo, Lauren se maravilló al ver tantos animales salvajes. Había guepardos, leopardos, rinocerontes, hipopótamos, hienas y leones. Aprendió rápidamente sus tareas diarias, y cada mañana hacía una ronda para dar el desayuno a las “criaturas” que habían puesto bajo su cuidado: tejones meleros, perros salvajes y buitres. 

Aquella mañana del 1º de julio, después de terminar la primera ronda de provisión de alimento, se dirigió a la clínica, donde unos 20 voluntarios se habían reunido para recibir instrucciones sobre las tareas que habrían de hacer por la tarde. El coordinador Jan Last anunció a los jóvenes que debían limpiar las jaulas de alimentación de los grandes felinos.

¿Quién quiere la jaula de los leones? —preguntó al grupo.

Lauren alzó la mano al instante.

¡Yo! —gritó, ansiosa.

Jan se rió. Lauren no había ocultado su deseo de interactuar con la población de felinos salvajes del centro. Tomó un trapo, un balde y se dirigió a la jaula de los leones. 

El reglamento del Centro Moholoholo estipula que los voluntarios deben firmar un documento en el que reconocen que trabajarán con animales peligrosos, y los coordinadores les advierten de no acercarse a las jaulas sin supervisión. Los habitáculos de los grandes carnívoros incluyen una jaula de alimentación y un espacio libre más amplio en el que pueden moverse. Esas jaulas están completamente selladas por dos puertas y permiten al personal alimentar a los animales sin hacer contacto directo con ellos. La comida se coloca dentro de la jaula, y una vez que el trabajador sale por la puerta que da al exterior, la otra puerta se abre para dar a los animales acceso al alimento. 

A los leones se los mantenía en habitáculos contiguos, y sus jaulas de alimentación estaban conectadas por un pasillo. Lauren caminó hasta el fondo del pasillo, y se encontró sola afuera de una de las jaulas. Era pequeña: de unos tres metros de largo por metro y medio de ancho. Llenó el balde con agua y mojó un poco el piso de concreto. La baja altura del techo de lámina de la jaula la obligaba a agacharse mientras trapeaba el piso. Se puso en cuclillas para facilitarse la tarea, cuando levantó la mirada, lo que vio le cortó el aliento: del otro lado de la malla de alambre, a menos de un metro de ella, un león llamado Duma restregaba su cuerpo contra la valla.

Lauren quedó impactada por la belleza del animal. “Este es el momento más memorable de mi viaje”, pensó. 

Al darse vuelta se dio cuenta de que otra voluntaria, Mariana Aranha, una estudiante de biología de 23 años, de São Paulo, Brasil, había ido a buscarla para ver si necesitaba ayuda.

Eso está bien, pero no es muy seguro —recuerda haberle advertido Mariana a Lauren cuando la vio cerca del león (por su parte, ella no recuerda la advertencia). Luego le tomó una foto junto a Duma y añadió:

Te la enviaré después.

Lauren sonrió, le agradeció por la foto y le dijo que no necesitaba ayuda. Entonces siguió trapeando mientras Mariana se alejaba. 

Sola de nuevo, Lauren recuerda haber notado con alarma que Duma se había movido. En vez de estar echado detrás de la malla de alambre, se encontraba detrás de la puerta de la jaula, hecha con barrotes de metal espaciados en intervalos de varios centímetros. Mientras Lauren lo observaba, Duma deslizó las patas delanteras a través de los barrotes y las apoyó en el suelo; luego extendió las garras y clavó la mirada en la joven. 

Sintiendo una punzada de temor en el vientre, Lauren retrocedió dos pasos y se dio vuelta para seguir trapeando. De repente, recuerda, se sintió arrojada con violencia hacia atrás. “¿Qué me pasó?”, se dijo. “¿Tropecé?” En unos instantes se dio cuenta de lo que acababa de ocurrir: Duma la había alcanzado a través de los barrotes y, extendiendo las garras, le había sujetado la pierna derecha y tirado con fuerza de ella hasta meterla en la jaula más allá de la rodilla. 

En vez de temer por su vida, el primer pensamiento de Lauren fue la cantidad de problemas que un ataque del león le causaría al Centro Moholoholo. “Nadie tiene que enterarse de esto”, pensó. Basta con que saque la pierna de la jaula. Fue entonces cuando Duma sacudió la larga melena amarilla, abrió las enormes fauces y las cerró con fuerza sobre el muslo derecho de la joven. A Lauren le llevó unos segundos percatarse de que los gritos que oía eran suyos. Instantes después, Mariana y otro de los voluntarios aparecieron en la entrada de la jaula. Se les heló la sangre al ver a Duma, que aferraba con el hocico una pierna ensangrentada de Lauren. Entonces corrieron a buscar ayuda. 

Sola nuevamente, Lauren se horrorizó al ver que el león tiraba también de su pierna izquierda y la metía a través de los barrotes hasta la parte inferior del muslo. No sentía dolor, pero sabía que no iba a tardar mucho tiempo en sentirlo. Apretó los dientes y se obligó a mirar a Duma, que le mordía la pierna derecha. “Todavía podés salvar la pierna izquierda”, se dijo Lauren. Se inclinó hacia delante, se sujetó el muslo izquierdo por encima de la rodilla y tiró de él. Sintió un dolor insoportable en la rodilla, que se había quedado trabada entre dos barrotes. 

Lauren se puso de espaldas sobre el suelo mojado y miró el techo de la jaula de alimentación. Sabía que estaba atrapada. Pero entonces se le ocurrió una idea: pasar la rodilla a través de los barrotes tirando de la pierna con todas sus fuerzas. Eso podría fracturarle el hueso, pero parecía una opción mucho mejor que la alternativa. O te rompes la pierna, o te mueres aquí, pensó. 

Enderezó el cuerpo y se sujetó de nuevo el muslo, apenas cubierto por los pantalones ensangrentados, que estaban hechos jirones. Se concentró en tirar con fuerza, pero la rodilla siguió aprisionada entre los barrotes. Era inútil intentarlo otra vez. La joven se dejó caer, entrecerró los ojos y vio un largo túnel negro. 

Al final del oscuro túnel apareció un rostro. Era Jan Last, el coordinador de voluntarios del centro, y junto a él estaba Natalie Bennett, una enfermera veterinaria de 24 años, quien procedía de Surrey, Inglaterra. Cuando se acercaron corriendo, Jan y Natalie se horrorizaron: del otro lado de los barrotes, una leona llamada Tree, atraída por el alboroto, se había unido a Duma en el ataque, y le estaba mordiendo la pierna izquierda a Lauren mientras el macho le hacía pedazos la derecha. Jan sujetó a la joven por las axilas y tiró de ella con fuerza, pero no logró sacarla. 

Natalie y Jan tomaron escobas y cepillos, y con ellos empujaron y golpearon a los leones. Al cabo de lo que pareció una eternidad, los felinos por fin soltaron a Lauren.

Jan la sujetó de nuevo por las axilas, y de un tirón le liberó la pierna de los barrotes. Aturdida, Lauren levantó las manos y miró el anillo que llevaba en el dedo índice: estaba teñido de rojo. “¿Es mi sangre?”, se preguntó, y entonces se puso a gritar. 

Los leones siguieron moviéndose de un lado al otro, gruñendo, excitados por los gritos. Jan sacó a Lauren de la jaula y la acostó sobre la hierba. Natalie se acuclilló junto a ella para examinarle las piernas. Había visto antes heridas terribles causadas por animales, pero ninguna de ellas infligida a un ser humano. Lauren tenía destrozada la rodilla izquierda; en ambas piernas se le veían marcas profundas de dientes, y del muslo derecho le colgaba un trozo grande de carne sangrante. Con la ayuda de otra empleada del centro, la enfermera empezó a vendarle las heridas. 

Mientras tanto, Lauren comenzó a sacudirse mientras las dos mujeres trabajaban para salvarla. Debían hacerlo rápidamente, ya que un enjambre de hormigas, atraídas por el olor de la sangre, se arremolinaba en torno al cuerpo de la joven.

¿Por qué siento cosquillas en las piernas? —preguntó.

No es nada —le dijo Natalie, al tiempo que le quitaba los insectos y le cubría las heridas con gasa. 

Ya habían llamado una ambulancia, pero el primero en llegar al Centro Moholoholo fue un socorrista llamado Giles Becker. Bajó de un salto de una camioneta del hospital, corrió a donde estaba Lauren y trató de calmarla; luego le inyectó analgésicos, la puso con cuidado sobre una camilla y la subió a su vehículo. 

Natalie se sentó junto a la joven y, mientras se dirigían al encuentro de la ambulancia, se puso a hablarle para que no perdiera la conciencia.

Estoy muy cansada —dijo Lauren, casi sin poder abrir los ojos.

Tenés que estar despierta hasta que se acerque la ambulancia —le contestó Natalie, asiéndole la mano—. Tu vida depende de ello.

Casi una hora después se toparon con la ambulancia, que trasladó a la joven a un hospital de Nelspruit, la ciudad más cercana que contaba con equipo para atender lesiones graves. Al cabo de dos horas, el efecto de los analgésicos ya le había pasado a Lauren, que gritaba de dolor con la espalda arqueada. Un equipo de camilleros la llevó a la sala de urgencias, donde una enfermera se apresuró a administrarle un anestésico. 

Horas después, cuando despertó, Lauren supo que tenía rota la tibia derecha, destrozados los ligamentos de la rodilla izquierda y lacerados los tendones rotulianos. Al decir del médico a cargo, tenía “desgarrados” los músculos del interior del muslo derecho. Era afortunada de estar viva. Si el rescate hubiera llevado más tiempo, los leones seguramente le habrían perforado una arteria principal. 

Pasarían otros tres días antes de que la madre de Lauren llegara a Sudáfrica para cuidar a su hija durante la recuperación, y a la joven le llevaría varias semanas recobrar fuerzas suficientes para emprender el viaje de regreso a casa. Sin embargo, antes de volar a Canadá, volvió al Centro Moholoholo para ver por última vez a Duma y a Tree. Mientras miraba a través de los barrotes a los dos enormes felinos que descansaban apaciblemente sobre la hierba de su jaula, pensó: “No hay nada que perdonar. Siempre he sabido que los leones son animales salvajes.” 

Lauren Fagen posteriormente presentó una demanda contra el propietario del Centro Moholoholo, quien, por consejo de su abogado, rechazó varias solicitudes de entrevistas de Selecciones. El caso aún no se ha remitido al tribunal para que inicie el juicio.

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