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Abejas asesinas: arriesgó la vida por un amigo

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La única forma de salvar a su amigo de las abejas asesinas
era subir a la montaña y volver a meterse en el enjambre.

Las lomas rocosas de Hueco Tanks se elevan abruptas sobre el árido desierto de Chihuahua, en el oeste de Texas (EE. UU.): cuatro masas de sienita erosionada que son desde hace tiempo un paraíso para la escalada.

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En mayo de 2015, Doug April terminaba un período de seis meses como anfitrión de campamento en el Parque Estatal Hueco Tanks, viviendo solo en una caravana. Alto y delgado, de 46 años, estaba divorciado y tenía tres hijos, el más pequeño ya en secundaria. Había hecho dos rondas de servicio en Irak, donde vio muchas cosas difíciles de olvidar. Durante ese tiempo, escalar fue un refugio donde podía desconectar su mente y concentrarse en lo que estaba delante de él. Este respiro llegaba a su fi n. April se había retirado ofi cialmente del ejército tres semanas antes, pero aún no había terminado en zonas de confl icto. En pocas semanas iría a Afganistán como contratista militar privado para misiones de reconocimiento durante tres meses. Quería aprovechar al máximo sus últimos días de escalada. Sobre las 8 de la mañana, Ian Cappelle, su compañero de escalada, llegó al campamento. Cinco años antes, este geólogo de 38 años se había mudado a El Paso con su mujer. Poco después, en una escalada, conoció a April. Eran amigos desde entonces. Cappelle, corpulento y barbudo, no tenía aspecto de escalador. Pero, en cuanto probó el deporte, quedó enganchado. Consideraba a April como un hermano mayor, un escalador experimentado y un maestro generoso. “¿Qué hacemos hoy?”, preguntó April cuando preparaban las cuerdas esa mañana. “Bueno, ya has subido a Indecent Exposure dos veces”, dijo Cappelle. “Me gustaría hacer esa ruta”

April vaciló. Indecent. Esa ruta siempre le había generado ansiedad. No era la más difícil de Hueco Tanks, pero quizá sí la más intimidante. Tenía dos “desplomes” (secciones), ambos con pasajes que te dejaban colgando sobre caídas de 75 metros, sin protección. A media ruta había una placa en memoria de un estudiante de la Universidad de Texas en El Paso que murió cuando intentaba escalarla. Pero cuando es una de tus últimas escaladas en mucho tiempo, quieres que sea inolvidable. El día era bonito. El sol estaba en su punto, la brisa perfecta. Si Cappelle guiaba la primera parte de la escalada, April dijo que guiaría la segunda.

Cappelle trepó a su derecha, sus dedos llenos de tiza encontraron el camino hacia los asideros del acantilado. Él y April estaban atados juntos por seguridad, con dos cuerdas que los conectaban mediante dispositivos de amarre en cada arnés que servirían de freno, sujetando la cuerda con fuerza si alguno caía. Cappelle introdujo la cuerda en los anclajes metálicos taladrados en la pared de la roca para apuntalarse. A los veinte minutos de la escalada vio la placa conmemorativa y, en silencio, rindió un homenaje. Llegó a la cornisa que marcaba el fi nal del desplome y se sujetó a un ancla. April lo alcanzó y se detuvieron un momento a descansar, a 40 metros de altura. April guiaba el segundo desplome. Lo más difícil llegó casi al principio: un gran paso a la derecha y luego algunos metros de bordes angostos hasta para las puntas de los dedos. Se le había complicado en intentos previos, pero ese día lo logró y llegó a un trozo de roca del tamaño de una heladera. “¡Amigo, ha estado genial!”, gritó a través del abismo, unos metros por encima de su compañero y ocho metros a la derecha. Luego: “Qué raro. ¿De dónde vienen todos estos bichos?” April se dio una palmada en la nuca.

Miró hacia abajo y, al momento siguiente, vio con terror que una nube de abejas salía de la roca, más de las que había visto nunca, como en una escena de película de terror. Las abejas comunes pueden ser territoriales; las abejas africanizadas son muy agresivas. Llegaron al Hemisferio Occidental en 1956, cuando abejas africanas importadas hacia Brasil para aumentar la producción de miel escaparon, se cruzaron con abejas europeas y se extendieron con rapidez por América. Cuando las abejas africanizadas perciben una amenaza, no envían un par a repelerla, sino hordas que pueden perseguirla unos 400 metros hasta eliminarla. Según cálculos científicos, una persona con entre 1.000 y 1.500 picaduras tiene un 50 por ciento de probabilidades de morir. Desde la década de 1950, estos enjambres de abejas africanizadas han causado más de 1.000 muertes: no en balde se las conoce como “abejas asesinas”. Un momento después de que las abejas surgieran, Cappelle vio con horror que April saltaba de la cornisa; sintió el tirón en su arnés cuando el peso de su compañero tensó la cordada. “¡Bájame, bájame, bájame, ya, ya!”, gritó April. Desde su posición, una saliente estrecha de alrededor de un metro de largo y apenas medio de ancho, Cappelle soltó los 60 metros de cuerda a través del dispositivo de amarre lo más rápido que pudo. Debajo, la pared se metía en la repisa sobre la que estaba, ocultando a April. Fue entonces cuando Cappelle vio a la primera abeja volar hacia él. Se quedó tan quieto como pudo; pensó que, si la ignoraba, desaparecería. Pero voló directo hacia él y le picó en el cuello. Las picaduras se sucedieron con rapidez: una, dos, tres, cuatro, y luego un crescendo de dolor cuando el grueso de la colmena lo atacó. Cappelle trató de cubrirse la cara. El agudo zumbido lo ahogaba todo mientras las abejas atacaban sus oídos, ojos, nariz y boca. Pensaba rápido mientras las abejas le picaban. ¿Por qué no se había desabrochado Doug al llegar al suelo? Una vez suelto, Cappelle podría tirar de la cuerda, anclarse a la pared y bajar en rappel hasta un lugar seguro. Pero April seguía colgado: un peso muerto al final de la cuerda. Cappelle se paró en la estrecha saliente y sorbió agua de su termo, desesperado por mantenerse hidratado para evitar los efectos del veneno. ¿Qué hago? ¿Qué hago? Alzó la mano para quitarse las abejas de la cabeza y sintió un halo de insectos de dos centímetros de grosor que le picaban una y otra vez. Llama a tu mujer, pensó. Pero, ¿y si se me cae el teléfono?

Las toxinas corrían por su torrente sanguíneo. En cierto momento, los pensamientos de pánico disminuyeron, sustituidos por una extraña sensación de calma. Sería una manera horrible de morir. Sentía mucho que su mujer fuera a perderlo así, pero no podía hacer nada. El mundo se redujo al tamaño de un aguijonazo. Cappelle, desmayado, cayó sobre la saliente rocosa.

Debajo de él, April estaba suspendido en el aire a dos metros de la pared y unos 20 metros del suelo. Llevaba cerca de 10 minutos atrapado de esa manera y las abejas no habían dejado de picarlo. “¡Desata la cuerda azul!”, le gritó a Cappelle. Quería que Cappelle usara una de las cuerdas para bajar en rappel hasta el suelo. Pero no podían oírse. Lo único que se escuchaba era el zumbido ensordecedor. Con tantas picaduras, April ya era insensible al dolor. Podía sentir cómo trepaban las abejas por todo su cuerpo, pero apenas sentía los aguijonazos. Una se le metió a la boca (vibrante y afelpada, con un ligero sabor a flores) y la escupió de inmediato. Con más de 12 picaduras, las personas pueden experimentar vértigo, náuseas e incluso convulsiones y desmayos. April tenía cientos. Se cubrió la cara con la gorra de béisbol y trató de pensar.

Siempre había podido serenarse ante el peligro. En el entrenamiento había estrellado un helicóptero y vio a hombres morir en combate. Sin importar la amenaza, siempre había podido activar un interruptor en su cerebro. Apaga el miedo. Concéntrate en lo que hay que hacer. Lo que había que hacer en ese momento estaba claro: tendría que bajar. La montaña estaba atravesada por varias rutas de escalada, solo necesitaba encontrar una. A unos cinco metros vio un ancla que formaba parte de otra ruta. Se columpió hacia ella, la atrapó en el tercer intento y se enganchó. Luego soltó las cuerdas que estaban amarradas a Cappelle, que quedaron colgando en el aire. En un buen día, esa ruta no habría sido complicada, pero no era un buen día. April estaba lleno de veneno de abeja; tenía el cuerpo inflamado y la mente confusa. Escogió con cuidado una ruta hacia abajo. El descenso le llevó cerca de cinco minutos, pero le pareció eterno. Al llegar al suelo, April tenía náuseas y casi deliraba. Dio tumbos hacia la ruta justo cuando uno de los guardabosques se detenía en su vehículo.

“Ian”, boqueó April, señalando hacia arriba del acantilado. Él y el guardaparques llamaron a Cappelle. Podían verlo en la saliente. Estaba en posición fetal y una enorme nube de abejas lo rodeaba. “¡Ian!”, gritó de nuevo. Su amigo no se movió. April hizo cuentas. Alguien ya había llamado a búsqueda y rescate, pero tardarían como una hora en conseguir un equipo de El Paso. ¿Y un equipo que pudiera bajar con seguridad hasta Cappelle y sacarlo? Esto podría llevar varias horas a escaladores que no conocieran la zona. Probablemente Cappelle no tendría tanto tiempo. April sabía lo que tenía que hacer. “Llévame a mi auto”, le pidió al guardabosques. “Allí tengo otra cuerda. Iré por él”. April trepó por las rocas lo más rápido que pudo. Había decidido seguir otra ruta por detrás de la montaña y bajar en rappel hasta Ian. Llevaba la radio del guardabosques y una malla con la que cubrió la gorra de béisbol. A mitad del camino se encontró con dos amigos escaladores y los reclutó para el plan de rescate. Para cuando llegaron a la cima, habían pasado alrededor de 45 minutos desde el inicio del ataque y April no tenía idea de si su amigo estaba vivo o muerto. A pesar de las náuseas, no se le pasó por la cabeza pedirle a alguno de sus colegas escaladores que lo sustituyera en el descenso.

El de abajo era su compañero, sería él quien iría a buscarlo. April puso un ancla en el borde del acantilado y se enganchó. Uno de los escaladores comenzó a bajarlo. Los primeros 15 metros no podían ver a Cappelle. Por fin, la inclinación del acantilado permitió a April ver a su compañero, aún inmóvil, cubierto por una manta de abejas. “¡Ian!”, gritó. Esta vez Cappelle se giró hacia arriba. “Tenía la misma mirada que he visto muchas veces en combate, la de alguien reventado por una bomba o un tiro”, recuerda April. No es precisamente miedo, es más una mirada de incredulidad pura. ¿Cómo es posible que me haya pasado esto? “Me miró con esa cara. Luego volvió a bajar la cabeza”. April bajó hasta la saliente. Las abejas se arremolinaron encima, pero ya estaba insensible del todo. Conectó a Ian a su dispositivo de amarre. “Voy a sacarte de aquí”, le dijo. Cappelle estaba lo suficientemente consciente para seguir las sencillas instrucciones de April, mientras lo bajaba con cuidado 40 metros hasta el suelo. Abajo, acababa de llegar la primera ambulancia. April observó a los guardabosques y los socorristas que recogían a Cappelle.

Luego bajó lo más rápido que pudo. Cuando llegó al suelo, Cappelle ya estaba en un helicóptero con destino al hospital de El Paso. En ese momento llegó el equipo de búsqueda y rescate. April rechazó el consejo de los socorristas de ir al hospital. Aunque se sentía mareado, no creía que fuera a morir de un momento a otro. En el estacionamiento se topó con dos escaladores entrenados en primeros auxilios en la naturaleza. April se quitó la ropa interior. Le dijeron que la mejor forma de quitar los aguijones no era con pinzas, que exprimen el veneno en el cuerpo. En su lugar usaron tarjetas de crédito para rasparlos y tiraron cientos de aguijones a la arena del desierto. En el hospital, los médicos calcularon que a Cappelle le habían picado más de mil veces, una dosis suficiente para ser letal. Tuvo suerte. Con un par de días para eliminar el veneno de su cuerpo, estaría bien. meses después de la vuelta de April de Afganistán, los amigos planearon otra escalada… a Hueco Tanks. Esa vez tomaron una ruta distinta, y cualquier temor que pudieran sentir al estar allí se disipó al aire fresco de otro día perfecto. Llegaron a un hueco pequeño en lo alto del desierto y se sentaron a descansar. En los meses después del ataque, Cappelle tuvo mucho tiempo para pensar en lo que podría haber pasado si April no hubiera vuelto a por él. Su único recuerdo tras el desmayo es una gruesa capa de abejas muertas sobre el borde del acantilado y luego, entrando en la escena, las zapatillas rojas de April. En el saliente, intentó decirle a April lo mucho que agradecía lo que había hecho, pero su amigo lo calló. No había sido siquiera una elección. “No había forma de que no tratara de ayudarme”, dice Cappelle.

Los amigos contemplaron el paisaje. Las montañas Franklin se alzaban brumosas al oeste. Hacia el norte, a 140 kilómetros, podían ver la silueta tenue de las montañas de Sacramento, recortada contra un cielo que parecía infinito. El sol estaba en su punto, la brisa suave. Se pusieron de pie y, con la cuerda fuerte y segura entre ellos, volvieron a escalar la roca. 

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