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La familia que se perdió en la montaña

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Brandon
Hoogstra hizo una excursión a Burke Mountain. Para
buscar ayuda, Brandon Hoogstra tuvo que dejar a sus hijos solos en un
acantilado. Rezó para encontrarlos de nuevo. 

Brandon Hoogstra había hecho una excursión anteriormente a Burke Mountain, cerca de su casa en Coquitlam, en la Columbia Británica, Canadá. Conocía la ruta a la cumbre y un refugio de esquí abandonado.

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Pero él y su esposa, Claire, pusieron objeciones cuando Ezri, su hija de seis años, y Oliver de siete —los dos hijos mayores de la pareja—, les rogaron unirse a él para la excursión, en mayo de 2019. La ruta era demasiado larga, al menos once kilómetros. Incluso aunque el tiempo fuera agradable, seguramente se cansarían. Claire quería mucho a su marido, pero también se preocupaba por él. Brandon padece un trastorno del espectro autista, por lo que a veces se siente socialmente incómodo, es muy sensible y propenso a elegir opciones que podrían parecer erráticas. Los Hoogstras eran nuevos en la ciudad. Claire, de 35 años, y Brandon, de 34, habían crecido en el área de Atlanta. Queriendo experimentar la vida fuera de los Estados Unidos, habían vivido durante un par de años en Chiapas, México, donde Brandon había trabajado en una planta de tratamiento de aguas. En 2018, decidieron darle una oportunidad a Canadá, y alquilaron un semisótano en Coquitlam para ellos y sus cuatro hijos (Gabriel tenía 22 meses y Holly solo seis). Ezri y Oliver estaban tan deseosos de escalar la montaña que sus padres finalmente cedieron. Salieron a las ocho de un domingo soleado. Brandon llevaba en la mochila su teléfono, barritas energéticas, manzanas, botellas de agua y un equipo de pesca. Rellenarían los recipientes en los claros arroyos de la montaña. Brandon había planeado una ruta variada. El sinuoso ascenso fue divertido y sin complicaciones. Cerca de la cima, una gruesa capa de nieve cubría el sendero. Emocionados, los niños corrieron por la endurecida superficie. En la cumbre, Oliver y Ezri compartieron la penúltima barrita energética mientras Brandon miraba a su alrededor. Su teléfono mostraba la 13:30 y no tenía cobertura. Decidió que descansarían durante una hora y luego volverían con Claire y los bebés. Cuando los niños comenzaron a descender por el lado más lejano de la pendiente, Brandon dijo: “Están deseando encontrar esos lagos de pesca, ¿no?” Los habían identificado, previamente, en Google Earth. “¡Síiii, por favor!” dijo Ezri. Así que tomaron una ruta desconocida por el otro lado de la montaña.

Para cuando Brandon se dio cuenta de que el camino en el que estaban se había convertido en un sendero de animales junto a un arroyo, lo más sensato era seguirlo. Luego, el arroyo llegó a una cascada. Caminaron cuidadosamente por las rocas resbaladizas hasta llegar a la poza de abajo. El sonido del arroyo los guiaba y continuaron descendiendo. El día había sido radiante y hermoso. A media tarde, cuando el sol desapareció detrás de las pesadas nubes grises, de repente se sintieron desorientados, con frío y hambrientos. Brandon intentó encender una hoguera, pero no pudo hacer fuego con las ramitas mojadas. Decidieron seguir caminando. Durante media hora bajaron cautelosamente hasta que llegaron a un borde escarpado del acantilado. El arroyo se convirtió en otra ruidosa cascada, esta vez de seis metros. Brandon se maldijo por haber tomado una ruta desconocida. No había estudiado esa zona y no tenía un mapa. Ezri le tomó la mano. Ella, como Brandon, tenía una manera única de procesar el mundo. “Papá”, dijo llorando, “te quiero, y no te culpo por perderte. Eres mi padre, y eres bueno.” “Niños”, dijo, “esperemos que no haya más cascadas. El Señor nos guiará”. Se tomaron de la mano mientras descendían. Por último, Brandon dijo: “Es demasiado empinada. Tendremos que deslizarnos sobre el trasero”. Todavía de la mano, avanzaron por la pendiente. Los troncos de los árboles les servían para parar a descansar. Los brotes de abeto, con sus raíces hundidas profundamente en la roca, hacían las veces de asideros. Funcionó bien hasta que llegaron a una caída de diez metros y el arroyo se convirtió en una cascada ensordecedora. El vapor los empapó por el agua que corría sobre una caída de rocas. Siguieron su camino, hasta que Oliver resbaló sobre una roca suelta y los tres salieron volando.

En el aire, como si fuera a cámara lenta, Brandon vio la cabeza de su hijo aplastarse contra una roca. Después también él se golpeó la cabeza contra otra roca. Aturdido, con un zumbido en los oídos, se dio cuenta de que se había hecho una enorme corte en la frente. “¡Ayuda, papá!” Oliver estaba siendo arrastrado por el agua. Brandon se abalanzó sobre él desesperadamente y consiguió llevarlo hasta un lugar seguro. Uno de los zapatos de Oliver se fue flotando. Brandon se limpió la sangre de los ojos y reunió fuerzas. ¿Había alguien herido? Oliver, aunque lloraba y temblaba, parecía estar bien. Ezri estaba quejosa, pero tampoco parecía herida. El propio Brandon, aunque desorientado, no tenía ningún otro síntoma aparte del corte en la frente. La mochila se había quedado encajada en las rocas a seis metros de distancia. No le veía sentido intentar recuperarla. Después de calmar a los niños, dijo: “Quédense aquí mientras busco una salida. Volveré.” Mientras se abría camino aguas abajo, el terreno se volvió menos empinado. Parecía que ya había pasado lo peor. Subió donde estaban los niños para compartir las buenas noticias. “Yo también he perdido un zapato”, dijo Ezri. “Cariño”, dijo Brandon, “si ustedes no pueden tener los dos zapatos, yo tampoco necesito los míos”. Se quitó los zapatos y los tiró todo lo lejos que pudo. Emprendieron de nuevo el camino. La pendiente era más suave al principio, pero cuando salieron a una meseta pedregosa cerca de una cascada de 30 metros, fue obvio que estaban en un aprieto. Cada vez hacía más frío. Estaban mojados y agotados. Brandon no tenía ni idea de dónde se encontraban. Esa meseta era un lugar seguro. Para cuidar a los niños, Brandon se dio cuenta de que tenía que ir a buscar ayuda. “Oliver, Ezri”, dijo, quitándose la chaqueta y envolviéndolos con ella, “quédense aquí, no se muevan bajo ningún concepto. ¿Entienden? Voy a ir a buscar al alguien que los saque de aquí”. Los besó en la frente. “Los quiero. Quédense justo aquí”. “Lo haremos”.

Brandon se asomó al siniestro acantilado. No miró atrás antes de comenzar el descenso, no quería llevarse esa imagen consigo, por si era la última vez que veía a sus hijos con vida. Brandon pudo abrirse camino unos pocos kilómetros hasta la base de la montaña, aunque sufrió otra mala caída en el trascurso. Por suerte, aterrizó de espaldas sobre un colchón de helechos. Exhausto y sangriento, con los pies desnudos, salió del bosque y se encontró de bruces con una familia de excursionistas. Llamaron al 911. ionistas. Llamaron al 911. “Tus hijos estarán bien”, le aseguró uno de ellos. “Recemos juntos”. alrededor de las 16, en casa en Coquitlam, Claire sintió una sensación extraña. Brandon había dicho que volvería a casa por la noche. Todavía faltaban horas, pero sentía que algo no iba bien. Fue a llamarlo, pero no pudo conectar con su celular, y después tuvo que atender a los bebés. Alrededor de las 17 sonó su teléfono. Aliviada, se imaginó que era Brandon, que llamaba a decir cuándo regresarían. Era un operador de Coquitlam Search and Rescue. “¿Sra. Hoogstra? Lamento decirle que su marido y sus hijos han sufrido una caída”. “Dios mío. ¿Están bien?” “Su marido se golpeó la cabeza, pero dice que los chicos están vivos. Vamos a sacarlos con un helicóptero. Eso es todo lo que sabemos hasta ahora. La mantendré informada”. Alrededor de las 20 el operador llamó de nuevo a Claire. “Su marido está en el Hospital Eagle Ridge”, le dijo. “Se dio un golpe en la cabeza, pero parece que está bien”. “Oh, gracias a Dios”. “Estamos teniendo problemas para localizar a sus hijos”. “¿Qué?” Claire se agarró a la mesa. «¿No están con él?» “Él pudo salir, pero tuvo que dejarlos atrás.”

Por un momento fue incapaz de hablar. “¿Señora? ¿Sigue ahí?” Claire se centró en su respiración. “Sigo aquí. No me voy a desmayar. Pero no puedo perder a mis hijos”. Una hora más tarde, cuando dos oficiales de la RCMP llamaron a la puerta, sintió una punzada en el estómago. Querido Dios. Su padre había pertenecido al cuerpo de policía. Siempre decía que lo peor era informar a un padre de la muerte de un hijo. Afortunadamente, los oficiales solo necesitaban más información. Alrededor de la medianoche, la RCMP llevó a Brandon a casa para que recogiera ropa limpia. Le habían dado puntos en la frente, le habían dado la vacuna contra el tétanos y habían comprobado si tenía lesiones internas. Claire comprendió el frágil estado emocional en el que se encontraba. “Cariño”, dijo, tratando de no llorar, “siento mucho lo que hice con los niños…” “No, solo los habías llevado de excursión”, lo calmó. “Van a volver a casa, lo prometo. Ahora ve y ayuda a encontrarlos”

AL hurley y Bill Papove, dos veteranos voluntarios del Coquitlam Search and Rescue, habían sido transportados en helicóptero hasta la cima de la montaña, justo antes de que cayera la noche. Aún tenían pocos detalles. Solo sabían que dos niños estaban perdidos en un terreno de clase 5, el más difícil. Los dos hombres, con equipos de emergencia de 18 kilos, pasaron toda la noche zigzagueando por el traicionero terreno. El GPS registró su ruta mientras buscaban señales que indicaran que cursos de agua habían estado bajando Brandon y los niños. A las 4:30 Hurley y Papove, necesitados de comida y descanso, se reunieron con otro equipo en la montaña para facilitarles información. Luego, los dos bajaron hasta el campamento base, una casa móvil equipada con imágenes por satélite en directo y un mapa topográfico. Brandon ayudó a trazar su ruta lo mejor que pudo. Cuando los equipos se pusieron en marcha de nuevo, comenzó a llorar. Como padre, sabía que tenía una misión: proteger a sus hijos. Dios nos pide que perdonemos a los demás, pero si eres responsable de la muerte de tus hijos, ¿cómo te perdonas? El jefe de policía de la RCMP Morgan Nevison se presentó a sí mismo. Aunque Nevison no había sido específicamente entrenado en apoyo emocional, tenía un don para ello. Había servido en el ejército, y el padre de Brandon había luchado en Vietnam y desarrollado PTSD. Enseguida, los dos hombres empezaron a charlar como amigos. “Ya sabes”, dijo Nevison, “un amigo, se perdió en estos bosques hace unos años. Llevaba desaparecido tres días cuando decidieron suspender la búsqueda. Mientras se preparaban para marcharse, llamó a esa puerta justo ahí”. Justo entonces, Jim Mancell, un voluntario, se paró en seco para dar buenas noticias: los buscadores habían visto un zapato azul. Nevison, con la facilidad que le caracterizaba, mantuvo a Brandon entretenido hasta que Jim regresó. “Tenemos confirmación de voz. Los mantendré informados.” Por favor, Dios, que estén ilesos. Finalmente, 20 minutos más tarde, Jim regresó al interior: “Grandes noticias. Estamos con tus hijos”

Brandon saltó, riendo y llorando. Cuando Nevison lo llevó a campo abierto, se sintió conmovido al ver a tantos extraños con brillantes chaquetas rojas del equipo de Búsqueda y Rescate. Pronto el tack-tack-tack de rotores anunció la llegada del helicóptero. Oliver estaba colgando de una cuerda, entre Al Hurley y otro voluntario. Brandon corrió a abrazar a su hijo. Poco después el helicóptero regresó. Con la pequeña Ezri. Los niños fueron llevados al Royal Columbian Hospital, en New Westminster, para verifi car si tenían lesiones e hipotermia. Resultó que estaban bien, solo hambrientos y con frío. Después de que Brandon los dejara, los niños habían hablado un poco. Justo antes de que se hiciera de noche oyeron un helicóptero. Estaban tan agotados que pronto se durmieron, y se acurrucaron el uno junto al otro para darse calor. Los niños mantuvieron su palabra y no se movieron del lugar en toda la noche. “Han tenido muy poco trauma”, explicó Claire más tarde. “Ambos sintieron que Brandon había cumplido su palabra con respecto a su rescate y era solo cuestión de esperar un helicóptero”. De los cientos de rescates en los que había participado, este fue uno de los que más satisfacción le proporcionó a Al Hurley. “Muchos de nosotros somos padres”, explicó. “Cuando escuchas las palabras ‘herido’, ‘niño’ y ‘naturaleza salvaje’, todo adquiere una mayor intensidad. Este acontecimiento tuvo un final feliz. No siempre es así”

Dos meses después del rescate, en julio de 2019, los Hoogstras se mudaron al estado de Washington, al otro lado de la frontera de la Columbia Británica. A Oliver y Ezri les sigue encantando salir de excursión con su padre, aunque prefi eren realizar rutas más cortas ahora. Por supuesto se acuerdan de la noche fría que pasaron en Burke Mountain. La de Brandon es otra historia. Aunque había dejado de fumar cuando la familia vivía en Canadá, empezó de nuevo para poder calmar los nervios. Pinta. Los recuerdos de aquellos días lo abruman. Llorando, da paseos en solitario por el bosque. Antes de que los Hoogstras se fueran de Coquitlam, un voluntario pasó por su casa para devolverles sus objetos recuperados: una mochila, un equipo de pesca, algunos zapatos. Un director de búsqueda los llamó «el rastro de migas de pan» que ayudó a llevar a los rescatadores hasta los niños. En la mochila, alguien había colocado una chaqueta roja brillante con un parche que decía Búsqueda y Rescate Ridge Meadows. La chaqueta trae a la memoria a los Hoogstras a todos aquellos que arriesgaron su seguridad para ayudar a personas que no conocían. Cuando a Brandon le vence la culpa, la ansiedad o la tristeza, saca la chaqueta roja.

Ponérsela le ayuda a recordar que no está solo, siempre hay alguien que está dispuesto a ayudar.

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