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Un amor como no hay dos

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Ambos padecían un mal incurable, pero eso no les impidió entregarse con el alma el uno al otro.

Desde el día en que nació, los médicos estaban seguros de que Kimberley Marshall moriría pronto. Padecía fibrosis quística, un trastorno genético incapacitante y letal. Desesperada, Dawn, la madre de Kim, se la llevó a casa, donde ella y la abuela de la bebé dedicaban tres horas diarias a darle golpecitos en el pecho y la espalda para desprenderle el moco pegajoso que obstruye los pulmones de los enfermos de este mal. Para asombro de todos, Kim llegó a tener la fortaleza suficiente para asistir a la escuela primaria. Hasta tomó clases de ballet y formó parte de un equipo femenino de fútbol. Pero la mejoría de Kim era temporal. Aunque hoy existen tratamientos pulmonares y medicamentos que permiten a los pacientes llevar una vida productiva y sin dolor, la esperanza media de vida entre ellos es de unos 29 años.

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Como lo predijo el doctor Robert Kramer, el primer médico de Dallas, Texas, Estados Unidos, que se especializó en fibrosis quística, pronto llegaron los días en que el cuerpo de Kim parecía desinflarse como un juguete de goma perforado, y su madre tuvo que internarla en un hospital de Dallas. Pronto se estableció una pauta: unos meses de remisión seguidos de una estancia en la unidad de fibrosis quística del hospital. Durante un tiempo Kim trató de parecerse a los “normales” (así llamaba a los chicos que no padecían fibrosis quística). En el secundario sacaba muy buenas notas y usaba vestidos largos para ocultar sus delgadas piernas. Tenía el tracto gastrointestinal tan obstruido de moco que experimentaba dolorosos ataques de diarrea. Contrajo un trastorno neurológico que le afectó el equilibrio y distorsionó su percepción. Finalmente, durante el último año de secundaria, se debilitó tanto que tuvo que terminar en casa algunos de los cursos.

David Crenshaw vio por primera vez a Kim en la primavera de 1986, cuando ambos estaban recibiendo tratamiento en el mismo hospital. Ella tenía 16 años; David tenía 18. Era difícil imaginar que pudiera surgir una atracción entre ellos. Durante dos años David pasó muchas veces por la puerta de Kim y juntó valor para asomarse y saludarla. Ella lo miraba, le sonreía levemente y volvía a su lectura. El muchacho no se desanimaba.  A finales de 1988 Kim inició una relación intermitente con otro enfermo de fibrosis quística, un joven llamado Steve. “Yo sabía que no iba a durar”, comentó David. “Tenían miedo de comprometerse”. Efectivamente, esa relación amorosa terminó. En el otoño de 1989, cuando David y Kim se habían marchado de nuevo a casa, él la llamó para invitarla a cenar. Ella rechazó la invitación, pero David no se dio por vencido:

—Pasaré por ti a las 8 de la noche. Y no quiero oir más “peros”.

Aterrada, Kim se hizo acompañar de su hermana, Petri, a la que obligó a sentarse junto a David en el asiento del copiloto. Ella se acomodó atrás y se negó a hablar. Guardó silencio durante toda la cena, y puso cara de pánico cuando él propuso que fueran a bailar a una discoteca. Al llegar a su casa, Kim bajó del auto y corrió a refugiarse en su cuarto. A pesar de todo, David siguió frecuentando a Kim. Poco a poco el amor floreció.
Seis meses después de su primera cita, los jóvenes anunciaron su compromiso… para consternación de sus familiares, amigos y médicos. David y Kim insistieron en que tenían derecho de estar juntos. “Creo que mi hija sabía que esta era su última oportunidad de conocer el amor”, dijo Dawn, quien finalmente accedió a que se casaran. El 27 de octubre de 1990, Kimberley Marshall, de 21 años, cruzó con paso tambaleante la nave central de la iglesia y juró amar para siempre a David Crenshaw, de 23 años.

La pareja vivía de su modesta pensión por invalidez en un departamento de un solo dormitorio que parecía más un cuarto de hospital. Estaba repleto de tanques de oxígeno, medicamentos y una heladera llena de botellas con suero fisiológico.
Las tareas domésticas les parecían una labor titánica. Tardaban un día entero en limpiar el departamento y lavar la ropa. Al caer la noche estaban exhaustos. Pero la felicidad rebasaba todas sus expectativas. Él la llamaba cariñosamente “Tigre” por su cabello rojizo, y ella le decía “Oso” por lo acariciable que le parecía.  

Para 1992, las venas de Kim habían empezado a debilitarse. Como su organismo no podía absorber los alimentos a causa de la obstrucción del tracto gastrointestinal estaba perdiendo peso rápidamente. Le avergonzaba mostrarse en público.  David jamás se apartaba de Kim durante sus frecuentes estancias en el hospital. Asombrosamente, la joven se recuperó y pudo volver a su hogar.

Más adelante, a principios de 1993, fue David quien tuvo complicaciones. Su tos se volvió más fuerte y profunda y se le hinchó el rostro debido a la retención de líquidos. Llegó el día en que también él se vio obligado a respirar con ayuda de un tanque portátil de oxígeno. No le contó lo que le había dicho el doctor Kramer hacía poco, después de un reconocimiento: los pulmones se le estaban endureciendo debido a la presencia de tejido cicatricial, y los bronquios se le estaban cerrando. Se estaba asfixiando lentamente. Era una carrera contra el tiempo y David no estaba dispuesto a perder ni un minuto. En julio, para celebrar su cumpleaños y el de Kim (él cumplía 26 años, y ella, 24), insistió en que se tomaran una semana de vacaciones en Florida. “Solo una vez se sintieron lo bastante bien como para salir del hotel e ir a la playa”, dice la hermana de Kim, Mandy, quien los acompañó en el viaje. “Ambos llevaban sus tanques de oxígeno. Se sentaron en la playa, tomados de la mano”.
Tres meses después, los jóvenes se sometieron a una revisión médica. Mientras Kim aguardaba en otro cuarto, el doctor Kramer examinó la concentración de oxígeno en la sangre de David.

—Tienes que internarte —le dijo al terminar—. Y esta vez, la estancia podría ser larga.
David solo le respondió:
—Vea que Kim esté bien.
El médico cruzó el pasillo para ir a darle la noticia a la joven. Ella bajó la cabeza, tratando de no llorar.
—No permita que sufra, doctor Bob —le suplicó.

David ingresó en el hospital el 21 de octubre. Kim permaneció a su lado. Intentó escribir una carta a los funcionarios de Medicare, el programa gubernamental de atención médica, para rogarles que tomaran en cuenta a su esposo para un posible trasplante de pulmón —el último recurso para algunos enfermos de fibrosis quística—, pero no pudo terminarla. Cinco días después, a David se le amorataron los labios y las uñas. Incapaz de hablar, el joven esbozó con los labios las palabras “Te amo”, y lanzó un beso al aire. Se miraron largamente con una mezcla de pesar y amor, y luego David murió.

No habían transcurrido 24 horas desde el sepelio cuando Kim entró en estado de shock. Una semana después, Dawn la llevó al hospital. Luego de examinarla, el doctor Kramer les dio a los padres un diagnóstico muy poco convencional.

—Su organismo se está dando por vencido —les dijo—. Es como si se le hubiera roto el corazón.

Kim estuvo en semicoma durante dos días. Luego, en la madrugada del 11 de noviembre, recobró la conciencia, abrió los ojos y comenzó a hablar con voz muy baja y serena; sin embargo, nadie entendió sus palabras. Una enfermera dijo que parecía estar hablando con David. Entonces Kim cerró los ojos y murió.
La enterraron con su vestido de novia, al lado de su esposo. Las lápidas de las tumbas rezan: “David (Oso) Crenshaw y Kimberley (Tigre) Crenshaw… Juntos para siempre. Estuvieron casados tres años”. Todos sus amigos y familiares convinieron en que la suya había sido una historia de amor como no hay dos.
Semanas después, al revisar los objetos personales de la pareja, Dawn encontró la última tarjeta que David le envió a Kim antes de morir. Decía: “Estamos juntos incluso cuando nos separamos. Basta con que levantes la mirada. A los dos nos cubre el mismo cielo estrellado”.

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